"Corregir el mal reparto de la tierra no estuvo mal, aunque se trató de una reforma más simbólica que real, porque la verdadera fuente de acumulación de riqueza en el país ya no era la tierra, sino otros recursos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Corregir el mal reparto de la tierra no estuvo mal, aunque se trató de una reforma más simbólica que real, porque la verdadera fuente de acumulación de riqueza en el país ya no era la tierra, sino otros recursos". (Ilustración: Giovanni Tazza)

La de 1969 es de aquellos hechos de nuestra historia que todo el mundo saluda como un gesto políticamente correcto, aunque, más discretamente, se reconoce que en el plano económico resultaron un desastre. Como la independencia, por citar un ejemplo de más renombre. Y es que la expropiación de las haciendas y su conversión en cooperativas estatales hecha por el gobierno de tuvo ciertamente de rosas y espinas.

El desigual o mal reparto de la tierra en el de mediados del siglo XX era, sin duda, clamoroso. De acuerdo con las cifras del censo agropecuario de 1961, de las 852 mil fincas o propiedades, el 83% eran pequeñas, con menos de 5 hectáreas (cerca de la mitad de estas tenían incluso menos de una hectárea), 14% eran medianas, al reunir entre 5 y 50 hectáreas, y solo el 3% disponía de más de 50 hectáreas. Una décima parte de estas últimas fincas contenía mil hectáreas o más, y eran los verdaderos latifundios. Se trataba de unas dos mil familias, cuyas heredades reunían el 70% de las tierras de cultivo y pastoreo, mientras que las 850 mil familias restantes, de las dedicadas a la producción agraria, contaban con la propiedad de solo el 30% restante.

Ese mal reparto de la tierra tenía que ver con la manera como los hombres se habían ido apropiando de ella a lo largo de la historia. A veces, comprándola con dinero; a veces, consiguiendo de las autoridades adjudicaciones o “mercedes”, de las que en tiempos del virreinato se hacían a los fundadores o primeros colonos (españoles) de las ciudades; y, otras veces, simplemente apropiándose de ellas, hasta poder probar ante quien correspondía la quieta y pacífica posesión. Si se conocía el trámite de rigor y se estaba conectado de alguna manera a los alcaldes, subprefectos o gobernadores que otorgaban estas adjudicaciones, el asunto caminaba con éxito.

Con el latifundismo se formó la servidumbre agraria, que era un régimen en que los trabajadores, que eran los hombres sin tierra propia, vivían dentro del latifundio sujetos a un régimen que, más que de trabajo, se volvía de dependencia social y emocional respecto del patrón. Para la vida de estos gañanes y sus familias, más importante que el corto salario era la concesión de una parcela, el derecho a los pastos para criar algunos animales, y la protección (más simbólica que real) que dispensaba el hacendado. En la transición de las sociedades del “antiguo régimen” a la sociedad moderna, una de las taras contra la que las élites modernizantes hubieron de batallar fue la servidumbre, que no era solamente una situación laboral producida por el latifundismo, sino también un hecho cultural, que en el Perú tomó el nombre de yanaconaje.

Las reformas agrarias en el mundo se hicieron, así, tanto para corregir una distribución desigual de la tierra producida por la historia (que, de ordinario, nunca es justa ni racional) cuanto para terminar con la servidumbre. En unos pocos casos, como en Inglaterra, estas reformas se abrieron paso aplicando métodos fiscales y procedimientos legales, pero en la mayoría, dichas reformas ocurrieron en el contexto de grandes revoluciones sociales y políticas, como la francesa, la rusa o la mexicana. En el Perú, como en otros países latinoamericanos, como Bolivia, la reforma fue aplicada en el marco de gobiernos reformistas que no llegaron a desembocar en una guerra civil. Se expropiaron todas las fincas mayores a las 50 hectáreas en la costa y 150 en la sierra, aunque estos límites no siempre fueron respetados y la reforma sirvió también para castigar a los enemigos políticos. La PUCP, universidad donde trabajo, debió vender apuradamente gran parte de las tierras de la hacienda Pando, legada por don José de la Riva Agüero, por miedo a que la oficina de reforma agraria no tomase en cuenta que se trataba de un área destinada a la educación superior.

Corregir el mal reparto de la tierra no estuvo mal, aunque se trató de una reforma más simbólica que real, porque la verdadera fuente de acumulación de riqueza en el país ya no era la tierra, sino otros recursos. Lo malo fue la forma como se hizo: sin devolver el derecho de propiedad sobre la tierra a la sociedad, sino dejándolo por largos años en manos del gobierno, como en la época del incanato, y sin indemnizar a los propietarios. Después de todo, ellos eran los dueños legítimos, dentro de la legalidad que había estado vigente hasta 1969, y de acuerdo con la Constitución, nadie podía ser privado de su propiedad sin ser indemnizado. Se les pagó mal y, principalmente, con unos bonos que ganaban un interés menor que la inflación; cuando esta avivó en los años 80, terminaron siendo papeles sin valor. Y lo más triste ha sido que su sacrificio fue en vano, porque, aunque ya sin servidumbre, el latifundismo reina hoy en el Perú, quizás más rozagante que hace 50 años.