Oswaldo Molina

Los números recientes de la peruana deben ser un llamado de atención para todos. Crecer menos del 1% al año, tal y como varios analistas proyectan para este 2023, es un duro golpe para el país, que ya viene soportando diversos reveses desde hace un buen tiempo. Hacerle frente a esta situación requiere, sin lugar a dudas, buscar resolver los diversos problemas actuales –falta de inversión, los embates del fenómeno de El Niño, entre otros muchos–. Sin embargo, destrabar el enredo en el que se ha convertido la economía nacional y prender los motores de nuestro desarrollo implican mirar más allá de la coyuntura y buscar también resolver problemas más estructurales y de largo plazo.

No en vano, como reporta el Instituto Peruano de Economía (IPE), nuestro PBI potencial –es decir, la cantidad de bienes y servicios que produce un país cuando utiliza a su máxima capacidad todos sus recursos, tales como la fuerza laboral, la maquinaria, entre otros– ha caído a la mitad de lo que era hace diez años; pasando de más del 6% entre el 2007 y el 2013 a solo el 3% hacia finales del año pasado. Y al centro del debate para entender por qué ha ocurrido esto se encuentra la . Esa palabra que suele estar ausente en las discusiones o que se evade pronunciar. Sin embargo, no se puede generar desarrollo y sin lograr aumentar la productividad. Por algo, Paul Krugman, premio Nobel de Economía, decía que “la productividad no es todo, pero en el largo plazo es casi todo”.

Ahora bien, entendamos primero a qué nos referimos cuando hablamos de productividad. La productividad se define como la capacidad de hacer más tareas o producir más en el tiempo y con una determinada cantidad de recursos asignados. Así, un alto nivel de productividad refleja la eficiencia de los trabajadores. Por ello, se encuentra relacionada no solo con el esfuerzo y la calidad del capital humano que posee el trabajador, sino también con los recursos que tiene a su disposición, como infraestructura, tecnología e innovación, entre otros muchos.

En este punto, cabe preguntarse, ¿por qué debemos prestarle atención a este tema? Básicamente, porque el Perú se encuentra rezagado con respecto a sus pares regionales. Así, de acuerdo con la información de “Our World in Data” para el 2019, la productividad del Perú, medida como el PBI por hora de trabajo, es de US$11 la hora; mientras que en Ecuador, Colombia y Chile ese mismo año era de US$15,3, US$17 y US$28,4, respectivamente.

Cuando medimos la productividad como el número de horas que se demora en realizar una labor, la comparación puede ser incluso más notable. Como señala el Consejo Privado de Competitividad (CPC), mientras que en Estados Unidos se demoran una hora en realizar un determinado trabajo, en el Perú se tardan cinco horas y media más en llevar a cabo la misma labor. En Chile, en cambio, toma una hora más y en Colombia poco más de tres horas adicionales que en Estados Unidos.

Como se puede apreciar, este es un problema frente al que no podemos voltear la mirada si queremos convertirnos en un país competitivo y, en última instancia, próspero. Para explicarlo con otras palabras, competitividad y bienestar son caras de una misma moneda.

Detrás de estas cifras de productividad poco alentadoras se tienen, por supuesto, un sector educativo mediocre (cuyas pérdidas de aprendizaje debido a la pandemia nos pasarán factura en el futuro), un mercado laboral disfuncional (con un sector informal creciente y una legislación laboral compleja) y una infraestructura incompleta e inadecuada. Hoy, los peruanos debemos dejar de lado discusiones bizantinas y concentrarnos en cómo mejorar de forma concreta nuestra productividad. Es la mejor manera de asegurar un mejor futuro para nuestros hijos.

El debate, en ese sentido, debería estar dominado por propuestas para acelerar la consecución de los diferentes hitos del Plan Nacional de Productividad y Competitividad. Dada la multidimensionalidad del problema, este plan, desarrollado en el 2019 por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), contiene nueve objetivos y más de 80 medidas específicas, que involucran a 14 entidades.

Las preguntas que deberíamos buscar responder entonces en estos momentos son qué y cómo priorizar estas medidas, cómo darle “dientes” al plan para que logre avanzar y comprometer al resto de entidades implicadas y cómo incorporar en esta discusión a las autoridades, políticos y ciudadanía. Y es que esta discusión debe dejar de estar únicamente en el ámbito de los especialistas y formar parte del mantra nacional. De lo contrario, seguiremos rezagándonos en silencio y sin darnos siquiera cuenta.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Oswaldo Molina es director ejecutivo de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes)