Javier Díaz-Albertini

La comisión de la Universidad César Vallejo () que evaluó la tesis de maestría del presidente Pedro Castillo ha añadido al léxico nacional una expresión más celebrando la impunidad. Su dictamen de que la tesis “mantiene su aporte de originalidad”, a pesar de un admitido 43% de , ahora engrosa la lista de la infamia, haciéndole compañía a los puentes que se “desploman” (no caen), políticos que “pecan” (no delinquen) y libros “copiados” (no plagiados).

El reto sociológico y ético, sin embargo, no es tanto advertir lo anecdótico de estos casos, sino cuán común es su ocurrencia y cómo se están sancionando.

El plagio académico se ha convertido en plaga mundial. Ocurre aun en sociedades reconocidas por su alto nivel de exigencia. En Alemania, durante los últimos diez años de Angela Merkel como canciller, tuvieron que renunciar tres ministros (Defensa, Educación, Familia) por haber plagiado en sus tesis doctorales. En un estudio sobre artículos publicados en revistas de investigaciones biomédicas cubanas, descubrieron que el 52% cumplía el criterio de plagio (Monzón et al, 2020). Lo más común en ambos casos fue que se copiaran las partes teóricas de la investigación (introducción, marco teórico, discusión). ¿Cómo podemos entender estos comportamientos?

Una primera explicación es la masificación de la educación superior que no ha sido acompañada de un proporcional aumento en el financiamiento. En términos del PBI, los países OCDE han mantenido el porcentaje dedicado a la educación terciaria (casi el 1%), a pesar de que la tasa bruta de matrícula en educación superior se ha duplicado (del 36 al 77%) desde 1990. Se traduce en más alumnos, pero mayor ratio estudiantes profesor. Ello, a pesar de la creciente demanda para la asesoría en investigación que es, por definición, personalizada.

La segunda concierne al poco interés que tienen los alumnos en la investigación. Es preciso enfatizar que la universidad en los últimos 70 años ha pasado a ser un centro de formación de profesionales. Un alumno universitario común y corriente quiere egresar ejerciendo una profesión y no como científico. De hecho, la gran mayoría de egresados jamás volverá a investigar en su vida. La pesquisa científica es vista como una imposición, muy lejos de ser una vocación.

Finalmente, el posgrado que antes estaba destinado a estudiantes que sí tenían pretensiones científicas, se ha convertido ahora en un pie forzado. El grado de maestría o doctorado es obligatorio para ser más “empleable”, acceder a bonificaciones, ascender en la organización, etc. Es decir, muchos ya no estudian para ampliar su área de conocimiento, sino para adquirir una credencial que les abra puertas. Esto explica por qué las partes más plagiadas conciernen a la contribución al conocimiento, es decir, la teoría. De ahí que el “aporte de originalidad” –UCV dixit– es solo diseñar una mediocre encuesta para aplicarla sin sostén metodológico a un grupo reducido de sujetos, para ahí hacer unos cuadros y luego elaborar cuatro sugerencias sin sentido, proyección e incidencia.

Por desgracia, esto está sucediendo en todo el mundo. El apuro es conseguir el grado, no aprender o investigar. En el caso alemán que examinábamos antes, su clase política es mucho más docta que sus contrapartes cercanas. En el Parlamento Federal alemán (Bundestag), aproximadamente el 18% tiene doctorado (E. Braw, Foreign Policy, 02/21). Mientras que, en Estados Unidos, Australia o Inglaterra, el porcentaje oscila entre el 2 y el 3,4%. El estatus social parece explicar esta obsesión con el doctorado, especialmente a partir del siglo XIX. Buena parte de la élite germana era entonces aristocrática y una de las pocas alternativas modernas de lograr prestigio social era convertirse en ‘Herr’ o ‘Frau Doktor’. Estudiar para escalar hace que con frecuencia las tesis sean vistas más como un estorbo y no como un reto intelectual.

Dicen que mal de muchos, consuelo de tontos. Es cierto. Sin embargo, dudo de que nuestro primer ministro se entusiasme con la comparación hecha con Alemania. Prácticamente todos los políticos plagiadores germanos –incluyendo los tres ministros mencionados– tuvieron que renunciar y sus grados de doctor les fueron retirados. Si fuera así en nuestro país, el Congreso no tendría que esforzarse en interpelar y el doctor Aníbal Torres estaría buscando varios nuevos candidatos para reconformar su Gabinete.

Javier Díaz-Albertini Sociólogo y profesor de la Universidad de Lima