El mundo sigue siendo ajeno, por Renato Cisneros
El mundo sigue siendo ajeno, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Hace un año exactamente me trasladé a Madrid. Si algo bueno tiene el vivir aquí –además de tener al alcance las bondades europeas–, es que ayuda a distinguir mejor quién era uno antes de la mudanza y, por extensión, a ver con ojos más desprejuiciados la sociedad de la que se proviene.

Suena a paradoja, pero la distancia funciona como lente de aumento. Al alejarse, el individuo descubre eso que siempre estuvo allí, pero que, ante la falta de una mejor perspectiva, resultaba difícil de ver y nombrar. Como el pintor que retrocede un par de pasos para apreciar la magnitud del lienzo que ha venido pintando, el expatriado mira el país desde una dimensión más ‘paisajística’, menos contaminada por el ruido habitual que deforma las opiniones sobre nosotros mismos.

En estos 12 meses he constatado lo poco que le importan los problemas del mundo al peruano en general. Me incluyo, claro. Salvo que sirvan para actualizar los perfiles de redes sociales con mensajes de una solidaridad muchas veces chapucera, las desventuras y tragedias de países de otras latitudes no suelen dejarnos lecciones. ¿Cuánto espacio diario dedican los medios a los asuntos internacionales fuera de los tres cables habituales y la típica columna donde se alternan los tres expertos de toda la vida?

¿Cuántas horas han invertido los maestros en conversar con sus alumnos sobre la implicancia de fenómenos como el Brexit o pesadillas como las de Niza o Múnich, por ejemplo? ¿Qué pronunciamiento memorable han hecho nuestros políticos sobre los últimos eventos que han sacudido al planeta? ¿El fenómeno Trump, lo analizamos desde el autodidactismo o solo juzgamos la caricatura del personaje sin medir el peligro de su onda expansiva? O, para no irnos tan lejos, ¿qué conclusiones hemos sacado de la indigencia de los miles de venezolanos que ahora están obligados al éxodo? Lo normal es que esas noticias se queden con nosotros unas cuantas horas –las suficientes para falsear una posición en Twitter– y pasen de largo. A veces, ni eso.

Alguien dirá que tenemos suficientes dramas locales irresueltos como para ponernos a analizar los trasnacionales, o que es caprichoso meter nuestras narices en líos continentales. Pues yo creo que el problema radica precisamente en esa óptica obtusa que ve en la frontera geográfica el inicio y final de nuestros intereses, como si los países –esas parcelas delimitadas siglos atrás por cálculos históricos y políticos– fueran territorios verdaderamente divorciados, o como si la humanidad no fuera una sola.

Este desinterés, obvio, no es exclusivamente peruano. Sería una idiotez sugerirlo. Lo que digo es que de un tiempo a esta parte nuestra indiferencia respecto de lo que sucede en otras sociedades se ha agudizado a niveles dolosos.

Toda visión ‘ombliguista’ lo único que hace es replicarse hacia adentro, capa por capa, convirtiendo al sujeto en un ser ensimismado y egoísta. De un momento a otro deja de importarnos ya no solo lo que pasa fuera del Perú, sino que también deja de indignarnos lo que ocurre al interior, ya no digo del país, sino de la ciudad, o del distrito, o del vecindario, o del edificio, o de la oficina, o de la familia.

Si los demás nos interesan, a veces es solo en función de lo que tienen, lo que hacen o lo que representan. Por eso nuestras expectativas, de súbito, están sujetas a las de los otros y sus indicadores de éxito pasan a ser los nuestros. Y entonces nuestra idea de la felicidad resulta una simulación, un plagio.

No es necesario retirarse al extranjero para darse cuenta de esto, pero algunos solo podemos darnos cuenta así, estando lejos, aunque quizá, sin pretenderlo, mucho más cerca que antes.

Esta columna fue publicada el 30 de julio del 2016 en la revista Somos.