(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Elda Cantú

Al final de cada temporada de la NBA (la liga profesional de básquet de Estados Unidos) se lleva a cabo el ‘draft’. Este evento de selección, articulado a través de una compleja lotería, sirve para que los equipos de la liga elijan a los jugadores novatos de cara a la siguiente temporada. La lotería da prioridad a los equipos que peores resultados obtuvieron en el campeonato anterior. Esta medida compensatoria no atenta contra el principio de meritocracia: no favorece de manera excesiva a los más débiles –los que son malos por ineptitud no van a mejorar solo porque tienen un par de nuevos talentos–, pero sí les da la oportunidad de fichar prospectos que a la larga pueden contribuir a construir un equipo más capaz y una liga que ofrezca mejores partidos.

Entre las distintas formas que tenemos de repartirnos y ejercer el poder hoy en día, solo hay una “–cracia” que nos parece más atractiva que la democracia. ¿Qué puede ser mejor que el gobierno del pueblo para el pueblo? La meritocracia, por supuesto. Darle el poder solo a quienes han hecho méritos para conseguirlo. Sin embargo, pese al énfasis con que muchos la defienden y al igual que ocurre con la democracia, la meritocracia per se no es necesariamente justa ni infalible.

En un ensayo de 1954 sobre la crisis de la educación, Hannah Arendt apuntaba que “la meritocracia contradice el principio de igualdad propio de una democracia igualitaria del mismo modo que cualquier otra oligarquía”. Arendt hacía alusión al sistema educativo inglés de los 50, que en su opinión seguía propiciando un gobierno oligárquico, ya no basado en la riqueza ni en la alcurnia, sino en el llamado “talento”.

Tendrían acceso a mayores oportunidades los niños que fueran más capaces. Y no es difícil imaginar que esa capacidad –que se mide en resultados de exámenes académicos– resulte casi siempre mayor entre aquellos grupos que comen mejor, duermen mejor, tienen más libros en casa, se enferman menos, y un sinfín de condiciones que poco o nada tienen que ver con el talento innato. Puesto así, ¿podemos seguir pensando que es justo un sistema que divide a los gobernantes de los gobernados a lo largo de las mismas fronteras que separan a los talentosos de los no talentosos en la escuela? La interrogante admite al menos abrir una discusión, sobre todo ahora que hay quien plantea, de forma más o menos explícita, que las mujeres que ocupan cargos de liderazgo sirven para demostrar que no hacen falta medidas compensatorias. Y que las que ejercen esos cargos de forma deficiente suponen un argumento contra la eficacia de esas cuotas.

Rainbow Murray, profesora en la Universidad Queen Mary de Londres y experta en representación política, tiene algunas ideas que permiten desmontar el argumento de que una en política es una enemiga mortal de la meritocracia. Para Murray, en realidad, se trata de un correctivo. Por ejemplo, dice la experta, en lugar de proponer que a las mujeres se les den más espacios de representación habría que pensar en limitar la cantidad de hombres que acceden a las candidaturas. Parece un asunto de semántica pero lo cierto es que verlo de este modo ayuda a cambiar la discusión.

En el debate actual las mujeres siguen siendo presentadas como ‘outsiders’ en un entorno mayoritariamente masculino. Por eso, “a ellas se les presiona para justificar su presencia política cuestionando sus calificaciones, atributos y aptitud para gobernar”. Si las candidatas son incapaces de demostrar que añaden más valor que sus pares varones, entonces se les acusa de ser inferiores y dañar la meritocracia. Esta visión, prosigue Murray, oculta que “los hombres se benefician de una selección preferencial basada en [el] sexo, mientras que las mujeres tienen que ser excepcionales para sobreponerse a barreras sociales, estructurales y políticas”.

Es importante ese ‘excepcionales’. Los cargos electos hombres vienen en todas las formas y capacidades, pero su presencia, su elegibilidad, no es puesta en duda porque la inmensa mayoría no sean excepcionales. Se entiende que es así. Ya pasará, nos deshacemos democráticamente del inepto o mediocre y votemos al siguiente. Con los individuos de grupos menos representados por el contrario, explica Murray, asumimos que si están ausentes del poder se debe a su falta de talento. No solo se cuestiona su valía sino que sirve además para cuestionar su elegibilidad, el derecho a ser parte del ‘pool’ de elegibles.

Es eso último lo que las llamadas cuotas, ampliando el ‘pool’ de posibles elegidos, intentan corregir. Porque, si se piensa bien, ¿cuáles son los criterios para seleccionar a un candidato a un cargo de elección popular? Los partidos postulan a quien demuestra ser leal y promete ganar una elección, independientemente de su probidad, experiencia previa o nivel educativo. Esos criterios no garantizan la mayor o menor capacidad del futuro representante elegido.

Como escribe también Murray, “una gran parte de la representación es la capacidad de reflejar las opiniones, necesidades y experiencias de los demás y estamos mejor equipados para hacerlo cuando conocemos y comprendemos directamente sus necesidades y experiencias”. Existe también mérito en representar de la forma más sincera posible a la sociedad que los elige.

El panorama actual en nuestras democracias nos obliga a repensar si, en lugar de únicamente exigir a nuestros representantes un mejor desempeño, no haríamos mejor en ampliar la convocatoria para elegirlos. ¿Es, en realidad, tan descabellado aplicar un correctivo para incluir a la mitad de la población entre esas opciones?