Javier Díaz-Albertini

La es una de las características esenciales en el discurso de la modernidad. La idea de que las posiciones que una persona ocupa dependen de sus credenciales adquiridas y no de la estirpe revolucionó la estratificación social. La educación se convirtió en el principal medio para acumular capacidades y aprovechar las oportunidades que la sociedad brindaba. Incentivaba una ética de trabajo bajo la concepción de que el esfuerzo desplegado siempre sería recompensado por un mejor nivel de vida y estatus social.

En términos políticos, alimentaba la noción de que, al ser iguales y tener equidad de oportunidades, la diferenciación no sería resultado del privilegio, sino de los méritos. Para nivelar el campo de juego, se universalizó o amplió la educación escolar, técnica y universitaria.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando la meritocracia sigue existiendo, pero se encuentra fuertemente restringida a los sectores de mayores ingresos? Esta es la situación analizada por Daniel Markovits en su libro “The Meritocracy Trap” (Penguin, 2019), en el que describe varios hechos de la realidad estadounidense que han puesto a la meritocracia de cabeza, comenzando en los 80.

En primer lugar, los integrantes de los sectores de mayores ingresos están trabajando más horas que los demás. En 1940, el 60% inferior en ingresos trabajaba casi 50 horas a la semana, cuatro horas más que el 1% superior. Setenta años después (2010), sin embargo, los primeros trabajan menos de 40 horas, mientras que los segundos laboran 52 horas; casi 12 horas más. En segundo lugar, casi tres cuartas partes del ingreso del 1% superior provienen del trabajo (remuneraciones) y no de rentas o inversiones. Es decir, dependen fuertemente del capital humano (educación) acumulado e invertido. En tercer lugar, el ingreso a las universidades de privadas es ahora totalmente competitivo y han eliminado los beneficios que otorgaba el estatus (por ejemplo, puntos extras a los hijos de exalumnos).

Como promedio, entonces, los estadounidenses más ricos estudian, trabajan y se esfuerzan más que los otros sectores. No obstante, la entrada a este círculo es casi imposible porque depende de una enorme inversión en educación desde la etapa preescolar. Solo así es posible aspirar a entrar y graduarse en una de las universidades de élite (privadas y caras) que es requisito indispensable para acceder a los empleos super remunerados, sea en derecho, finanzas, comercio o alta tecnología. Harvard y Yale tienen más alumnos de familias del 1% superior que del 60% inferior.

El cambio en la tecnología y su impacto sobre el empleo es la principal razón detrás de estas transformaciones. La automatización y otras aplicaciones tecnológicas han ido reduciendo las posibilidades de ascenso de los estratos medios y bajos. La élite ejecutiva y profesional es la que diseña estos procesos productivos que funcionan en el día a día sobre la base de una fuerza de trabajo que no necesita mayor capacitación laboral y sobrevive con salarios mínimos o muy bajos. Se estancan así los ingresos percibidos, a pesar de que la productividad y las ventas se incrementan, beneficiando esto último a las élites.

Por estas razones, blandir la meritocracia como medida para disminuir las desigualdades está lejos de ser suficiente. Aunque parezca paradójico, podría llevar a todo lo contrario. Es un discurso que beneficia a élites que actualmente trabajan mucho y ganan mejor. Ya no es como antes, cuando el esfuerzo y el trabajo duro eran una afrenta a una clase hereditaria rentista y de ocio (una aristocracia terrateniente, por ejemplo).

Aunque en nuestro país vivimos una realidad distinta, sí hay algunos aspectos similares. Buena parte de nuestra fuerza laboral se encuentra en la informalidad con muchas horas de trabajo, poca productividad y bajos ingresos. Hay poco lugar para la meritocracia y, más bien, se propicia el estancamiento. Mientras que en el sector formal los trabajos de élite tienden a estar reservados para los egresados de universidades caras y exclusivas, trabajadores a los que se les exige largas jornadas laborales, una inducción relativamente larga con bajas remuneraciones y una competencia dura que los depura en el tiempo.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología