Carmen McEvoy

Revisando fuentes primarias sobre la Guerra del Pacífico, que nos enfrentó a Chile hace 141 años, encontré una serie de testimonios sobre los días previos a las Batallas de San Juan y Miraflores, que en una semana conmemoramos. Y a pesar de que la encrucijada a la que nos enfrentamos en la actualidad es muy distinta –aunque igual de fundamental para el futuro de nuestra república bicentenaria–, las opiniones respecto a la preparación del para su prueba de fuego, la confusión de una población inerme y aterrada, la indeclinable lucha por el poder en medio de la amenaza externa, unida a la fractura social y la anarquía de intereses, bien valen una reflexión de cara al 2023.

Cabe recordar que la enorme desorganización en vísperas del crucial enfrentamiento en la ex capital virreinal tuvo, entre sus causas, la lucha facciosa y la erosión de la disciplina militar, víctima de aquella. Porque fue la cultura de eliminación del enemigo, implantada durante los años de la independencia, la que determinó que el eterno conspirador Nicolás de Piérola sometiera al ejército a una serie de purgas que alejaron de la acción a los cuadros más preparados. La razón principal fue el temor del flamante dictador de sucumbir ante un nuevo golpe de Estado, muy similar al que él mismo perpetró en el momento más álgido de la guerra.

Las denuncias respecto al alza en el consumo, por parte de las élites, mientras los soldados peruanos morían de tuberculosis y gangrena en los hospitales de Lima, las múltiples procesiones solicitando el auxilio divino ante la ausencia del humano o incluso las declaraciones de una prensa fantasiosa que aseguraba que la vieja capital virreinal sería el cementerio del ejército chileno evidencian tanto la ausencia de un liderazgo político como la desconexión entre múltiples actores quienes, salvo notables excepciones, estaban mucho más preocupados en salvar su vida ante la caída sangrienta del centro administrativo del Perú. Porque si bien sigue conmoviendo, hasta las lágrimas, el heroísmo de los batallones de la reserva, cuyos miembros desfilaron disciplinados hacia una muerte segura como ocurrió, también, con una tropa indígena, descalza, sin municiones acordes a sus armas y carente de entrenamiento militar, fue el faccionalismo rampante, la polarización social y el descalabro del Estado Peruano lo que nos pasó la factura ese aciago 13 de enero de 1881. Y seguimos con esas taras, ahora potenciadas, en un enfrentamiento entre peruanos.

Parece una broma macabra que una sociedad tan desgarrada como la nuestra, donde algunos se creen con el derecho de bloquear ambulancias e incluso matar impunemente a compatriotas, tenga por insignia “Firme y feliz por la unión”. En medio de un conflicto multicausal y multidimensional como el que estamos viviendo –donde no se deben olvidar las enormes brechas sociales y geográficas, pero tampoco el crecimiento de economías ilegales que, como el narcotráfico, pretenden tomar por asalto un Estado erosionado por sucesivas administraciones corruptas– es importante volver a esa historia desgarradora y a esa desunión que la sigue alimentando. Una desunión que se expresa en el desprecio que nos profesamos entre peruanos y que imposibilita sentarnos a conversar sobre una agenda mínima, que tenga como norte el bienestar y la felicidad general.

A propósito de la reunión del Acuerdo Nacional que se realizará mañana, 9 de enero, resulta importante volver al tema de una integración nacional que enfrente con coraje lo que nos separa, pero que también celebre lo que nos mantiene unidos, como alguna vez lo señaló Jorge Basadre refiriéndose a un Perú “archipiélago”. Y una cuestión fundamental para que esa unidad en la diversidad sea permanente tiene que ver con una pregunta planteada por la filósofa Martha Nussbaum y que a estas alturas sería bueno pensar de cara a un diálogo nacional: ¿Cómo conducir nuestras vidas para que sean realmente valiosas, desde el punto de vista humano? Esto implica anteponer la justicia, de la que muchos peruanos carecen, pero también las emociones, que lejos de ser enemigas de la racionalidad representan lo más inherente al ser humano. De esa manera aprenderemos a evitar los juicios abstractos, que inevitablemente llevan a la intransigencia y a la polarización, mediante una objetividad educada en el amor y el respeto por los demás, que tanta falta nos hacen.

Carmen McEvoy es historiadora