Javier Díaz-Albertini

Las falsas acusaciones de delitos graves despiertan inmediatamente la indignación y reprobación de la mayoría. Es un tema recurrente y cautivante en la narrativa histórica mundial. En la Biblia, por ejemplo, encontramos a José, víctima de las mentiras de la esposa de su amo, que lo acusa de intentar violarla. Alejandro Dumas lo toma como tema central en sendas novelas, en las cuales somos testigos del sufrimiento impartido al que no lo merece. Los de mi generación padecíamos semanalmente viendo en TV la implacable persecución al Dr. Richard Kimble, fugitivo de una justicia esquiva y equivocada. O ver a Ashley Judd luchar por su , cuando ha sido falazmente acusada y luego sentenciada por asesinar a su esposo (“Double Jeopardy”).

Así sucede muchas veces en la ficción, conocemos la trampa y la maldad, e inmediatamente empatizamos con la víctima del engaño. Sin embargo, esto no tiende a ocurrir en la realidad porque rara vez sabemos a ciencia cierta si el culpado es inocente. Comúnmente la acusación solo se basa en testimonios de las partes involucradas. Es decir, mucho depende de la credibilidad de cada uno. Credibilidad que es puesta constantemente a prueba cuando en la investigación se hurga en los aspectos más íntimos de las personas implicadas. Los lados grises que antes eran simplemente considerados parte del “carácter” de la persona –ante la acusación– cobran inusitada relevancia y alimentan sospechas.

Dirán que para eso sirve el sistema de justicia. Bueno, es la forma convencional de aclarar acusaciones, pero tiene limitaciones. Estados Unidos cuenta con un Registro Nacional de Exoneraciones que documenta los convictos que han logrado ser absueltos total y oficialmente. En los últimos 30 años, suman 3.237 personas exoneradas que perdieron 27.200 años en la cárcel (8,4 años en promedio). Según estudios diversos, las principales causas de estas condenas ilegales fueron testimonios falsos o errados (70% de casos), seguido por confesiones forzadas, evidencia forense equivocada o adulterada, o el mal proceder de las autoridades.

En nuestro país, el proceso más importante para corregir falsas acusaciones y sentencias injustas fueron las comisiones de indulto durante los gobiernos de Fujimori, Paniagua y Toledo, que liberaron a casi 800 presos inocentes condenados por terrorismo. Se intentó revertir así los excesos de los tribunales sin rostro y la ausencia del debido proceso. Pero el daño ya estaba hecho.

Es prácticamente imposible revertir los múltiples efectos negativos de una falsa acusación y condena, sean estos económicos, sociales y psicológicos. Hace años, entrevisté a algunos de los indultados por terrorismo. Salvo las personas más cercanas, me comentaban que pocos creían que fueran totalmente inocentes. A ellos les resultaba inconcebible que hayan cumplido años en prisión sin ser de algo. Las sospechas se repetían entre parientes, antiguas amistades, al momento de buscar trabajo y eran azuzadas por políticos ávidos de titulares. Revictimizar, le dicen, estigmatización que afecta profundamente la autoestima y traumatiza.

Pero ¿qué sucede cuando la acusación se realiza por medios informales como las redes sociales? Lo bueno es que ha significado que sectores tradicionalmente marginados de la justicia han podido publicitar delitos e injusticias. Se democratiza así el derecho a denunciar, muchas veces exponiendo a los que estructuralmente han gozado de la impunidad que otorga el poder (clasismo, sexismo, racismo).

Sin embargo, también ha brindado al inescrupuloso la enorme posibilidad de dañar al inocente, sin correr mucho riesgo de pagar las consecuencias. Reconozco que los inocentes son una franca minoría, pero estudios internacionales calculan que entre el 5% y el 10% de las denuncias formales son falsas, no existiendo datos para las informales.

En los últimos años he presenciado casos tristes y traumáticos de personas falsamente denunciadas en las redes. La sospecha por sí sola afecta su empleo (suspensión o despedido), reputación y los convierte en parias. Como sociedad, ¿podemos justificar el atropello de estos inocentes bajo el principio de “justos por pecadores”? No, pues sería una parodia de la justicia. Lo que nos lleva a reflexionar sobre qué acciones urgentes debemos tomar para defendernos de los excesos de las redes sociales: las ‘fake news’, las teorías conspirativas, las acusaciones falsas, tema que abordaremos en una próxima columna.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima