Carmen McEvoy

Antes de morir en Madrid, en donde participó en el Trienio Liberal en calidad de Secretario de Estado, el peruano escribió en Chiclana () sus “Pensamientos y apuntes sobre moral y política” (1837). Esta puede ser considerada su obra más elaborada, porque en ella consolida un legado intelectual dirigido a la juventud y en sus páginas el canciller de la República del y secretario de Hacienda, durante la dictadura bolivariana, dio cuenta de la etapa tumultuosa en la que le tocó vivir.

“¿Se han parecido todos los siglos al nuestro? ¿Ha tenido siempre el hombre bajo sus ojos, como en nuestros días, un mundo donde nada encadena, en el que la virtud está sin genio sin honor; donde el amor del orden se confunde con la afición a los tiranos, y el culto santo a la libertad con el desprecio de las leyes; donde la conciencia no arroja más que una claridad dudosa sobre las acciones humanas; donde nada parece ya prohibido ni permitido, ni honesto, ni vergonzoso, ni verdadero, ni falso?”, escribió Pando.

Mientras releía el texto en ese Cádiz luminoso, con olor a mar y pescado frito, pensé en la actualidad del pensamiento de un hombre conflictuado por una historia personal difícil. Como lo fue también la vida trashumante de la comunidad hispanoamericana desarraigada por la permanente guerra imperial y por la posterior emancipación del yugo colonial. Entre ellos, el precursor venezolano Francisco de Miranda, que murió de apoplejía en la prisión de La Carraca o los notables peruanos, como el cronista jesuita Blas Valera y el ilustrado José Eusebio Llano Zapata, que caminaron por las calles gaditanas sostenidos por sus sueños sin por ello desprenderse de la pena por todo lo que imaginaron y no pudo ser.

En el epígrafe de sus “Pensamientos y apuntes” Pando aludió directamente y en latín a lo “trivial, loco y ventoso” refiriéndose, tal vez, a la ciudad que lo acogió en sus últimos años de vida y, por qué no, a una historia personal, siempre en el límite. Tanto en el Perú, donde ató su suerte a la de Simón Bolívar y a los caudillos que lo sucedieron, como en esa España a la que llegó de adolescente para desarrollar una fulgurante carrera diplomática, truncada por el regreso de un sistema absolutista que ordenó no solo su destitución, sino su encarcelamiento.

Visitada por fenicios, cartagineses, musulmanes y esos romanos que le dejaron un magnífico teatro, Cádiz es el escenario en el que Pando reflexiona sobre la tensión entre las ambiciones personales y el concepto del bien común. Una idea que junto a otras como soberanía y felicidad surge, justamente, en las discusiones constitucionalistas que tuvieron al puerto Atlántico como su núcleo más reconocido. Es por ello que resulta interesante seguirle la pista a la vida y obra de un hombre que conoció todos los vericuetos del poder transnacional y del nacional, en su misma patria de origen. Acá me refiero a esa maquinaria conspiracional destructora de institucionalidad y de recursos, que se instaló tempranamente en el Perú y a cuyo Estado Pando sirvió diligentemente en circunstancias dramáticas tal y como lo hizo con la España imperial.

Cabe recordar que mientras fue secretario de Fernando VII, también fue redactor de la circular en la que los liberales apelaron al derecho de no intervención cuando el retorno del absolutismo a España de la mano de ejércitos extranjeros era inminente. Lamentablemente, las décadas de servicios de Pando a la Corona, quien reclamó por su pensión mientras escribía su obra postrera en Cádiz, no fueron compensados y mucho menos su arduo trabajo en la forja de la Cancillería del Perú. Lo que más bien le llegó para corroborar la vulnerabilidad de esta generación que audazmente transitó entre un mundo que se derrumbaba y otro que aún no mostraba sus rasgos fue la carta en la que se le destituyó de su nacionalidad española.

En su discurso de inauguración del IX Congreso de la Lengua que se realizó este año en Cádiz, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, un hombre de múltiples identidades además de escritor y político como lo fue José María de Pando, nos recordó la manera abusiva en la que un cleptócrata, Daniel Ortega, les privó a él y a decenas de sus compatriotas de su nacionalidad. Su respuesta a ello se condensa en una frase de su discurso: “mi lengua no tiene frontera, mi patria no tiene frontera”. En un momento de cambio como el actual, marcado por la peste, la guerra, el desarraigo, la violencia, la mentira, la corrupción y el maltrato sistemático contra los más vulnerables es bueno recordar el poder de las palabras, capaces de brindar no solo consuelo, sino de definir un mundo mejor.

El camino no será fácil y mientras ello ocurre me permito recordar un hermoso poema de otro peruano trashumante, Jorge Eduardo Eielson para quien vivir era una obra maestra:

“Todo me hiere y todo me ilumina

Yo soy la flecha que vuela

Y también el animal herido”.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora