Javier Díaz-Albertini

Rrecién regresé de un corto viaje a Miami, en cuya bahía –siguiendo su deseo– sepultamos a una hermana que había fallecido después de un año de lucha contra el cáncer. En el aeropuerto, pedí un Uber para que me llevara al alojamiento que habíamos alquilado para este agridulce encuentro familiar.

Efraím fue el amable chofer que me tocó y tuvimos un tiempo largo para conversar. El tráfico en Miami estaba insoportable, a pesar de que era temprano en la tarde, aún lejos de la hora punta. De origen cubano, enseguida comenzamos a contarnos nuestras respectivas historias de . Pues resulta que recién llevaba en EE.UU. unos nueve años, comparado con los más de 60 de la emigración de mi familia.

Efraím relató una historia de trabajo duro y progreso. De unos primeros años difíciles, con dos empleos al mismo tiempo, al igual que su esposa, con quien fueron forjando su versión personalizada del “American Dream”. Tan es así que recientemente había logrado reclamar a sus padres y traerlos de Cuba. Como señal de su éxito me enseñó una foto de su cava de puros, un buen tabaco a pesar de que no fueran habanos por estar prohibida su venta en Estados Unidos.

Cuando le pregunté sobre la situación de la inmigración en Florida, me dijo que los “recién llegados” eran “diferentes”, no tenían la misma ética de trabajo, esperaban que el gobierno les diera todo y muchos eran delincuentes. Inclusive señaló que estaba de acuerdo con la política del gobernador de Florida, Ron DeSantis, de trasladar a los indocumentados a las llamadas “ciudades santuarios” del norte que tienen una política más laxa con respecto a la ilegal. Por ejemplo, para diciembre del 2022, NBC News informaba que más de 16.000 inmigrantes habían sido enviados en buses a Washington D.C., Nueva York y Chicago desde estados como Texas, Arizona y Florida, principalmente.

Con Efraím se repite algo común entre los inmigrantes. Los establecidos tienden a ver a los recién llegados como deficientes, ya sea en capacidad de trabajo o en rectitud moral. La mayoría de las veces, sin embargo, se trata de una percepción errónea o exagerada. En términos generales, las personas que migran son las que muestran un mayor nivel de voluntad de cambio y ambición en su lugar de origen. Puede ser que todo un país viva una situación desesperante, pero solo un pequeño porcentaje se arriesga a dejar su tierra y enfrentar un futuro incierto. Casi siempre son los que tienen mayor empuje y ansias por establecerse económicamente en otro país.

Y justo ahí es cuando surgen los conflictos con los inmigrantes establecidos. El recién llegado está dispuesto a trabajar por menos y en peores condiciones. Consecuentemente, los establecidos comienzan a ver que sus oportunidades disminuyen y las condiciones laborales empeoran. Un reciente reportaje de “Voz de las Américas” examinaba justamente cómo “la competencia por trabajos entre migrantes nuevos y antiguos está desmejorando las condiciones laborales en Nueva York y algunos empleadores se aprovechan”.

Michael Ignatieff, en su libro “Las virtudes cotidianas: El orden moral en un mundo dividido” (2018), considera que son tres las condiciones que sostienen la economía moral de una ciudad diversa: una justicia que no discrimina, un sistema justo de inmigración y oportunidades laborales dignas. La situación de indocumentación afecta negativamente a todas ellas y, por eso mismo, promueve desencuentros y explotación. Cuando los empleadores sacan provecho de una mano de obra barata por su situación de ilegalidad e informalidad están yendo en contra de las virtudes cotidianas que ensalza Ignatieff.

Nuestra experiencia con la inmigración internacional masiva ha sido reciente y con rapidez olvidamos que recibimos a los primeros como defensores de la democracia. No obstante, según una encuesta de Gallup en 145 países, el fue el país con la mayor caída en su Índice de Aceptación de Migrantes entre el 2016 y el 2019. Y estos resultados fueron antes de la pandemia.

La historia reciente es clara al respecto. Cuando el inmigrante es marginado socialmente y no puede establecer una vida digna en el país que lo acoge, entonces los problemas no tardan en llegar.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología