(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Todos los seres humanos somos mestizos. La idea de una raza pura es tan absurda como postular que la Tierra es plana. Y es así por varias razones, pero casi todas están relacionadas con el hecho de que nuestra especie pobló cada rincón de este mundo y, en ese proceso, en diferentes sitios, fue adquiriendo características genéticas particulares.

En primer lugar, como especie surgimos en África, lo cual implica que todos tenemos secuencias de ADN cuyo origen se remonta a los primeros humanos (‘Homo sapiens’). Esto se nota con claridad en las fuentes genéticas de las personas convocadas por el proyecto de este Diario y la Fundación BBVA-Continental, ya que todos comparten antecedentes africanos.

En segundo lugar, comenzando hace 100.000 años aproximadamente, pequeños grupos de humanos emigraron del continente africano hacia el norte y así comenzó el lento poblamiento del resto del planeta. En este largo recorrido –en términos de distancia y tiempo–, diferentes poblaciones se adaptaron a condiciones sumamente diversas y en el proceso algunos rasgos mutantes cobrarían esencial importancia para la supervivencia del grupo. Por ejemplo, los que salieron de África se encontraron con otros seres del género Homo (los neandertales) y la evidencia científica ha establecido que se cruzaron las dos subespecies.

Aunque en términos generales la contribución neandertal es muy pequeña, aparentemente sí destaca en algunos aspectos como la pigmentación de la piel. La energía solar en forma de rayos ultravioletas es esencial porque, al penetrar la piel, permite la fabricación de vitamina D que es fundamental para fijar el calcio en los huesos. Los habitantes de latitudes muy alejadas a los trópicos tienen la piel clara porque así sacan provecho de la menor radiación solar para producir esta vitamina. Estudios recientes indican que el pasado neandertal es uno de los factores detrás de la pigmentación más clara de los europeos. No nos debe extrañar, entonces, que todos los participantes del proyecto De Inga y de Mandinga también compartan orígenes caucásicos porque casi todos los peruanos tienen como antepasados a los que emigraron de África vía Europa.

En tercer lugar, de igual manera, los que tienen rasgos genéticos americanos, obligatoriamente también poseen los asiáticos, porque se llegó a este continente vía el estrecho de Bering.

Vemos que lo valioso de este proyecto es que demuestra cuán diversos y mezclados, pero compartidos, son nuestros orígenes genéticos. Es un cuestionamiento directo a los que solo se fijan en el fenotipo (nuestras características externas) ya que la apariencia es lo que muchas veces nos separa, a pesar de los genes que nos asemejan.

Sin embargo, creo que después de esta primera etapa de sensibilización, un futuro proyecto debe darle poca o nula importancia a lo genético. La razón es muy sencilla y directa: el racismo siempre se ha construido sobre supuestas diferencias biológicas. Como he comentado en otras columnas, la gran mayoría de los peruanos se reconoce como mestizo desde hace mucho tiempo y eso no ha significado el fin del racismo. En tiempos coloniales la “mezcla de razas” era tolerada y clasificada por medio de las “castas” que inclusive eran ilustradas en famosos cuadros. En ellos te explicaban las mezclas necesarias para ser considerado español, indígena, mestizo, castizo, mulato, cuarterón, saltatrás y decenas de otras denominaciones. A pesar del reconocimiento del mestizaje, primaba lo que ha descrito como la “utopía del blanqueamiento”. El prestigio de una casta dependía de cuán cercana se encontraba al ideal blanco.

El mismo dicho “El que no tiene de inga tiene de mandinga” naturaliza la posición dominante de lo caucásico. Asume que el estándar es lo blanco pero que, en nuestra realidad, no se encuentra en estado puro, sino que todos tienen algo de indígena o de negro. De ahí que, en todo caso, sería mejor decir –guardando la rima y nuestros orígenes genéticos–: “El que no tiene de inga tiene de mandinga o de gringa”.

Pero mejor nos olvidamos de las distinciones genéticas y abracemos la diversidad desde la persona misma y su derecho a ser diferente en igualdad con los demás.