Carmen McEvoy

“No puedo decir exactamente la manera como la ejerce efectos calmadores y organizadores en nuestro cerebro, pero he comprobado entre mis pacientes que ello ocurre de manera regular”, señaló hace algunos años el talentoso neurocientífico Oliver Sacks. El famoso divulgador de los avances en la neurociencia, mediante libros y decenas de artículos publicados, algunos de ellos en el “New York Times”, se refería específicamente al poder curador y restaurador de los jardines y huertos entre enfermos con serios problemas neurológicos.

Lo anterior no debe sorprendernos, Sacks proviene de una larga tradición. Pienso en Walt Whitman o en el caso del que se consideró su seguidor, Ralph Waldo Emerson. Este último advirtió que, en aras de una evolución integral, el ser humano debía cultivar la paciencia: el secreto mejor guardado de la madre naturaleza, cuya sabiduría pocos humanos, distraídos en el vértigo del día a día, no lograban atisbar. En un notable libro − “Thinking nature and the nature of thinking: From Eurigena to Emerson” (2020)− Willemien Oten analiza cómo, a lo largo de los siglos, se planteó la relación del hombre con la naturaleza. Discutiendo con una tradición cristiana que no obvia sino reformula, Oten plantea que una reevaluación de la relación del hombre con la naturaleza, incluso en clave panteísta, ayudaría a trascender la visión de ella como una mera víctima de la depredación humana. La clave es una alianza capaz de develar nuestra relación con el universo e incluso con su mismísimo creador.

Para conocer a la naturaleza hay que acercarse a ella con respeto y eso fue lo que hizo David Haskell durante un año en el bosque de Sewanee, Tennessee (Estados Unidos). El estudio de mi colega fue publicado con el nombre de “The Forest unseen: A year watch in nature” (2019). Utilizando la idea de la mandala (de origen budista) como metáfora, Haskell zonificó un metro cuadrado de bosque y documentó, mediante 43 ensayos, lo que allí iba ocurriendo. Lupa en mano el autor de otro libro notable –”The song of trees: Stories of nature great connectors” (2017)− nos invitó a observar las transformaciones, entre ellas el cambio de estaciones que ocurren en una pequeña “mandala boscosa”. De cómo el mundo rural se desenvuelve en un tiempo cíclico en el que tanto los pájaros, los venados o las salamandras van y vienen dentro de un fecundo ciclo en el que hasta el más pequeño de los microorganismos es parte de una cadena caracterizada por su permanente y necesaria interconexión.

En un exitoso intento de establecer el diálogo entre las y las ciencias naturales, Haskell combina la mirada atenta del científico con una pluma ágil para anotar, junto a los sonidos del bosque, los aspectos poéticos que a veces olvidamos de una que, por millones de años, ha sabido abrirse paso en medio de enormes desafíos. Marcada por el cambio y la complejidad, la “mandala boscosa” nos remite, además, a una historia que incorpora la interacción −ahora tan venida a menos− de los humanos con la naturaleza.

En el Perú, nuestro escudo nacional, con la celebración de los tres reinos naturales, muestra cómo, desde la república temprana, la relación con una naturaleza, portadora de la vida, estuvo en la agenda cultural de los ilustrados, congregados en un primer momento en el “Mercurio Peruano”. Eran humanistas en todo el sentido de la palabra. Dicha primera generación −en la que destaca Hipólito Unanue, Rodríguez de Mendoza o el médico mulato José Manuel Valdez− dio paso a la segunda en la que brillará José Gregorio Paredes, cuyo boceto para el escudo de los tres reinos− con el árbol de la quina curadora de la malaria− fue seleccionado entre varios con temas más bien conceptuales. Médico, además de matemático, astrónomo (se le atribuye el descubrimiento de un cometa) y cosmógrafo, Paredes es un ‘homo faber’, que llevó el modelo del Anfiteatro Anatómico, concebido por los fernandinos discípulos de Unanue, a Chile. Contar con una tradición científica notable puede ayudar a entender el temprano conservacionismo de Felipe Benavides Barreda quien fue el gran apoyo para Bárbara D’Achille. A pesar de no haber nacido en el Perú, Bárbara continuó, mediante su brillante labor, que le costó la muerte en manos de los asesinos de Sendero Luminoso, a favor de la preservación de la naturaleza. Hoy más que nunca debemos continuar su legado y el de quienes la precedieron.

Comparto este link de la conversación “” que sostuve al respecto con César Azabache.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora