“Entre 1818 y 1821, en Lima y Huaura, donde se habían instalado los libertadores, estallaron epidemias de paludismo, dengue y escarlatina”. (Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
“Entre 1818 y 1821, en Lima y Huaura, donde se habían instalado los libertadores, estallaron epidemias de paludismo, dengue y escarlatina”. (Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
/ Rolando Pinillos Romero
Carlos Contreras Carranza

Han sido numerosas las ocasiones en las que los peruanos hemos sufrido el ataque de epidemias que han diezmado a la población. La mayor parte provino del exterior, lo que puede ser una de las causas de nuestra característica xenofobia. Las altas tasas de mortalidad que alcanzaron han concitado su estudio por parte de médicos e historiadores de la salud, que, de esta manera, han podido identificar a las principales.

La más terrible parece haber sido la de la Conquista, que consistió en diversos brotes de viruela traídos por las huestes de Francisco Pizarro; el último de los cuales discurrió entre 1589 y 1591, dejando a la población indígena reducida a solo una fracción de la que había sido apenas medio siglo atrás. La siguiente gran epidemia sucedió entre 1718 y 1723. No hay claridad acerca del tipo de mal que fue: ¿influenza, tifus, cólera? El historiador inglés Adrian Pearce señaló que, sea cual fuere el virus, este provino de un barco europeo que atracó en Buenos Aires en los inicios de 1718. Desde allí, comenzó a esparcirse por Paraguay, Tucumán (Argentina) y el Alto Perú (hoy Bolivia). En la ciudad minera de Potosí, manantial de la plata americana, murieron 22.000 personas en 1719; un tercio de su población. En el obispado del Cuzco (que comprendía, además del departamento de este nombre, a Apurímac y Puno) acabó con la vida de 60.000 cristianos. “No se había visto mayor desolación desde la peste del año 1589”, escribió el historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte. De hecho, la población local se refería a ella como “la peste grande”.

El número de muertos en el Cuzco llegó a superar los 100 diarios, por lo que hubo que erigir nuevos cementerios, que pronto quedaron atiborrados. En el Arzobispado de Lima (que correspondía a la región central del país) los muertos sumaron 72.000, llegando a afectar las misiones franciscanas en la ceja de selva. Pearce estima que en todo el virreinato el número de víctimas debió rondar las 200.000, que representaban una cuarta parte de la población indígena –la más castigada con la epidemia– y aproximadamente un sexto de la población total. Una verdadera hecatombe. La recuperación, sin embargo, fue rápida; en parte, ayudada por la llegada de inmigrantes ibéricos y africanos en las décadas siguientes.

En los primeros años del siglo XIX, el país se vio afligido por otra epidemia de viruela, en cuyo contexto se introdujo por primera vez la vacuna, de la mano de la expedición filantrópica dirigida por el médico español Francisco Balmis, que logró así contener su expansión. Entre 1818 y 1821, en Lima y Huaura, donde se habían instalado los libertadores, estallaron epidemias de paludismo, dengue y escarlatina. El paludismo era endémico en la costa, debido a la proliferación de acequias y humedales, como los de Huaura y Aznapuquio, pero algunos acusaron a las tropas de San Martín de haber traído las enfermedades. El hecho fue que la concentración de soldados en esas localidades las convirtió en temibles focos infecciosos. Hay historiadores que sostienen que lo que sacó al virrey La Serna de Lima, para trasladar su gobierno al Cuzco, fueron las enfermedades, antes que la estrategia militar.

Bajo la República fue especialmente virulenta la epidemia de fiebre amarilla de 1868 en toda la costa central, de la que se responsabilizó a los inmigrantes chinos, más por prejuicios que por evidencias firmes. En su libro “El regreso de las epidemias”, el historiador Marcos Cueto reseñó la diseminación de la peste bubónica en Lima y otras ciudades de la costa entre 1903 y 1930, provocada por la proliferación de ratas; nuevamente, la fiebre amarilla en varios puertos y pueblos de la costa norte, entre 1919 y 1922; la malaria en toda la década de 1920 en diversos valles cálidos del interior, pero especialmente en el de Quillabamba, en 1932; y el cólera en 1991, en la costa.

La tecnología de la vacuna, la fumigación de los canales y acequias con DDT, y los cambios en la salubridad e higiene que supusieron el pavimentado de las calles, el tendido de redes de agua y desagüe y el uso de rellenos sanitarios para el depósito de la basura, en reemplazo de los tradicionales muladares, redujeron desde los mediados del siglo pasado la proliferación de epidemias. Sin embargo, cuando pensábamos que estas eran ya parte de la historia, el coronavirus nos ha devuelto una sensación de fragilidad y peligro que creíamos superada.

Frente a las epidemias, antiguamente se recurrió a la cuarentena de los puertos, el confinamiento domiciliario, el aislamiento de los enfermos y la emigración, pero con una población 20 veces mayor que en la época de la independencia, la densidad demográfica se alza hoy como el principal problema para combatir el contagio. Aunque el número de víctimas logre ser contenido por la reclusión domiciliaria determinada por el Gobierno, la parálisis de la economía y el desempleo pasarán sin duda una costosa factura en la forma de mayor pobreza. Y esta, como se sabe, también mata.


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