El engaño de siempre, por Carlos Adrianzén
El engaño de siempre, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

En medio de la excesiva retórica mediática de estos días, llama la atención la apasionada fe de muchos sobre las capacidades de nuestros burócratas. Se cree que pueden proporcionarnos seguridad ciudadana, impartir justicia o educar a nuestros niños (en temas tan importantes como los llamados asuntos de género). 

Pero este es un supuesto cuya evidencia empírica favorable es oscura. El grueso de la burocracia no brilla por su capacidad, honestidad o eficiencia. Y no olvidemos que al lado de los corruptores y corrompidos están sus cómplices: los ciegos, sordos y mudos que abdicaron de su estricto apego a sus responsabilidades burocráticas.

En estas líneas nos enfocaremos en la capacidad de la burocracia local para ofertar los servicios que les asignamos. Y para calibrar el análisis aislaremos dos planos. Excusaremos la necesidad de una depuración masiva de planillas y no nos referiremos a casos de altas capacidades (esa minoría tan escasa). 

En cambio, revisaremos las cifras recientes de gasto del gobierno nacional y las cotejaremos enfocando su real capacidad de proveer un servicio adecuado bajo estándares globales (como los que el grueso de nuestros ciudadanos exige).

Al hacer esto descubriremos dos noticias (una buena y otra mala). La primera es que los montos presupuestados y efectivamente gastados en el gobierno (ámbitos nacional, regional y local) se han recuperado notablemente en las últimas dos décadas. 

De hecho, nunca la burocracia peruana ha contado con tantos recursos fiscales por habitante para satisfacer las necesidades de servicios públicos de la población. Si comparamos, por ejemplo, el monto gastado en rubros corrientes y de capital del gobierno en 1980 y el 2016, descubriremos una mucha mayor capacidad de gasto por habitante. En gasto corriente, el salto fue de 553 a 953 dólares constantes del 2010; mientras en gasto de capital el salto fue de 58 a 290 dólares del 2010. 

Esta mayor disponibilidad de recursos fiscales reflejó, al menos, dos desarrollos paralelos. Por un lado, el incremento de los niveles de riqueza por habitante (el PBI per cápita entre 1980 y el 2016 pasó de 1.045 a 7.169 dólares del 2010); y por otro, entre 1980 y el 2016 el gasto financiero por persona se redujo de 93 a 65 dólares del 2010 (gracias al reperfilamiento del servicio de la deuda pública externa).

A pesar de lo anterior, nos importa destacar la otra noticia. Ya no tan auspiciosa. Y es que paralelamente entre 1980 y el 2016 los presupuestos por habitante de la oferta de servicios educativos o de salud pública en los países desarrollados se elevaron drásticamente. 

Un estimado por habitante de lo que Estados Unidos asigna para estos rubros actualmente equivale respectivamente a 4,3 y 2,4 veces lo asignado para todos los pliegos no financieros en el Perú en el 2016. Una comparación entre lo gastado por persona en salud y educación nos refiere a ratios deprimentes (menores al 5% en los dos rubros).

Resulta iluso creer o sostener que los contribuyentes peruanos podemos financiar un aparato estatal capaz de ofertar estándares educativos y de salud a los niveles que usualmente exigimos. Reconozcámoslo: quien ofrece esto nos está engañando. 

Aquí los hechos muerden: no hay forma de que el Estado Peruano hoy construya la infraestructura que necesitamos, oferte la educación y salud pública que aspiramos, pueda contar con docentes capaces de educar en temas de género responsablemente o provea seguridad ciudadana aceptablemente. Alcanzar los estándares de vida que hoy exigimos requiere depuraciones masivas y varias décadas sucesivas de alto crecimiento. 

Frente a esto, en lugar de apostar a que la burocracia nos cure, eduque, proteja y guíe, llegó el momento de que cada quien trabaje en cambiar su suerte. Trabajemos para protegernos, educarnos, curarnos, ahorrar para nuestra vejez y hasta proveernos de infraestructura (a través de iniciativas privadas o concesiones que no impliquen licencias monopólicas).

Debemos limitar el poder de los gobiernos, cuyas burocracias hay que ordenar y limpiar mientras se desbloquean inversiones y actividades comunales, empresariales e individuales. 

Si no interiorizamos esto la frustración estará asegurada. Y con ella, la elección de aventureros que nos volverán a ofrecer, por enésima vez (al estilo de la alianza Apra-Izquierda Unida, Cambio 90, Perú-Posible o el Partido Nacionalista), las viejas pócimas de la izquierda mercantilista.