En el 2012, me pidieron discutir en un video de la PUCP la elección en Estados Unidos y el triunfo holgado de Barack Obama sobre Mitt Romney. Mi conclusión, que era la mirada de varios en ese momento, fue que los cambios demográficos y culturales en el país obligaban al Partido Republicano a cambiar si no quería seguir perdiendo. No podía continuar atado a un discurso duro, religioso, antigay y antiinmigración, que resultaba poco atractivo para los jóvenes y las crecientes minorías. Los demócratas tampoco la tenían fácil, pues debían de cuidar su base blanca trabajadora, pero el futuro parecía serles más promisorio.
Había entonces que transformar al Partido Republicano, cuyos cimientos fueron construidos por Richard Nixon y Ronald Reagan, en algo nuevo. Surgieron distintas ideas y líderes que intentaron representar este cambio. Mantener valores conservadores, pero ponderados; una economía de mercado, pero con énfasis en necesidades sociales; incorporar a los latinos. En las primarias del 2016, sin embargo, parecía que se impondrían quienes apostaban por repetir la receta. Y claro, si el análisis era correcto, los republicanos perderían la elección general. O, en todo caso, ganarían la presidencia, pero cediendo terreno en el Congreso.
Entonces, llegó Donald Trump. Apostó fuertemente por revitalizar la base del partido, pero sumando a los trabajadores blancos sin educación superior que veían cómo empeoraban sus condiciones. En lugar de retroceder, Trump reforzó el discurso contra los inmigrantes y mantuvo la alianza con los sectores religiosos. El añadido entonces fue hablar de una economía más nacionalista que protegiese el empleo. Este discurso pareció espantar a un grupo de republicanos de los suburbios, pero le dio los votos de las clases bajas blancas, necesarios para ganar el ‘rust belt’ demócrata.
La salida no fue cambiar, sino buscar y politizar una base que pudiera movilizarse. ¿Por qué descuidar la base blanca y los valores conservadores si estos todavía podían dar mayorías? ¿No era mejor aprovechar esos miedos? ¿Por qué sufrir por perder la Cámara de Representantes si en el Senado todos los Estados pesan igual? Y el Senado es el que elige a los jueces de la Corte Suprema, donde se libran batallas fundamentales. ¿Por qué temer ser minoría en el conteo total de votos si lo que se necesita es ganar el Colegio Electoral, donde hay también un bono para los Estados menos poblados (se dan dos votos adicionales a cada uno, sin importar su población)?
Esa base politizada explica la popularidad de Trump en esta elección, a pesar de los errores de su gestión y de una pandemia que arrasó el país. Sin pandemia, Trump habría ganado. En estos cuatro años, ha incrementado la desconfianza en las instituciones, despreciado claramente la ciencia y reforzado un discurso racista que antes no se manifestaba tan abiertamente. La mayor decepción ha sido el Partido Republicano, que ha acompañado al presidente en su cabalgata por temor a perder posiciones. No les ha ido mal con la apuesta: la elección los ha dejado casi intactos. En el camino, sin embargo, han profundizado estas tendencias políticas que los vuelve a enfrentar con la realidad demográfica.
¿Pueden las políticas de Trump revertir estos cambios demográficos? No. A pesar de todas las medidas, los cambios han continuado durante estos cuatro años. Hoy, hay menos votantes blancos (65%, frente al 72% del 2012), las minorías siguen creciendo y los jóvenes se decantan por los demócratas. Y aunque un mayor número de latinos ha apoyado a Trump y a su macartismo, la gran mayoría votó por Biden. Sigue pareciendo suicida para los republicanos apostar por lo mismo.
Pero, dada la enorme polarización, la lección para la base republicana será la contraria: más gobiernos como el de Trump pueden revertir el cambio demográfico. Los próximos cuatro años serán una batalla constante contra un gobierno a la que buena parte de la base de Trump considera ilegítimo. Como decía ayer el politólogo Aníbal Pérez Liñán, “la mayoría silenciosa de Nixon acabó entonces como la minoría rencorosa de Trump”. Una minoría rencorosa que puede hacer mucho daño, incluso hasta llevar a una crisis constitucional a un país fracturado.