"El problema ocurre cuando la opinión se confunde con la información, y cuando la oblicuidad circunstancial se convierte en rectitud propagandística".
"El problema ocurre cuando la opinión se confunde con la información, y cuando la oblicuidad circunstancial se convierte en rectitud propagandística".
Andrés Calderón

Mientras se cuentan las cédulas de votación para definir al ganador de estas presidenciales, no cabe duda de que la prensa fue uno de los grandes perdedores.

Justos suelen pagar por pecadores y, con pesar, creo que el perjuicio que varios dueños o directivos de grandes han ocasionado al periodismo nacional es superior al que reflejan los estados financieros que buscaron proteger.

“No se puede ser neutral frente al comunismo” es la defensa más recurrente que se ha esbozado ante las insistentes quejas que surgían por la abrumadora inclinación mediática a favor de Keiko Fujimori. En la otra orilla, aunque menores en volumen, se guarecían en un aforismo similar: “No se puede ser neutral frente a la corrupción”.

Todo esto me regresa a Walter Lippmann, principal impulsor de la idea de la ‘objetividad periodística’, no como una negación de los sesgos humanos, sino como un método para distanciarnos de ellos para cumplir con el rol informativo.

En la tesitura actual, esto pasa por admitir que los valores humanos y la escala en que los ponderamos no desaparecen por arte de magia con el carnet de ingreso a la facultad de periodismo ni cuando se empieza a trabajar en dicho oficio, pero hay un espacio y un lugar para poner de manifiesto esas predilecciones.

Considero válido que un medio de comunicación tenga espacios de opinión y que, a través de ellos, se canalice, con transparencia, su postura editorial. También comprendo que, en el quehacer periodístico, una persona no se pueda librar completamente de sus inclinaciones y estas se vean ocasionalmente reflejadas en una entrevista o el comentario a una noticia. El problema ocurre cuando la opinión se confunde con la información, y cuando la oblicuidad circunstancial se convierte en rectitud propagandística.

Así, podríamos distinguir entre neutralidad (total ausencia de posiciones individuales o grupales) y objetividad o imparcialidad (actuar con rigurosidad metódica pese a tales preferencias). Y, entonces, lo que se cuestiona del desempeño mediático de las últimas semanas no es, en el fondo, su falta de neutralidad, sino su desborde de parcialidad. Una que decidía que la antena televisiva solo alcanzaba para transmitir uno de los mítines, con producción telenovelesca incluida. Que disfrazó de magazines y realities a una franja electoral gratuita, y que transformó los vaticinios subjetivos en titulares y portadas.

¿Y qué pasa cuando uno de los candidatos es un enemigo frontal de la ? Pues también se informa sobre ello, no se le oculta. Porque la cobertura informativa no depende de las valoraciones de un empresario ni de un director periodístico, sino del interés público.

Al quitar los reflectores sobre un candidato y modular la luz a favor del otro, el medio de comunicación menosprecia a su público. Lo subestima. Desconfía de su capacidad de evaluación y pretende suplantarla por la propia. Ese tipo de razonamiento paternalista y maquiavélico, paradójicamente, se halla presente también en los enemigos de la libertad de expresión. En aquellos que juzgan adecuado silenciar ciertas voces porque son muy “peligrosas” o porque “confunden a la población”. Un medio periodístico que repite dicho esquema de manipulación informativa se convierte en el mismo villano que buscaba combatir.

La prensa no está para elegir ganadores, por más terribles que les parezcan los contendientes. Hay formas que no deben perderse, ni siquiera en la victoria. El fin no justifica a los medios, ni mucho menos a sus miedos.