"¿Por qué la independencia no resolvió la crisis, al punto que tuvo que ocurrir la bonanza del guano para sacarnos de ella, y no por mérito sino por fortuna?" (Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
"¿Por qué la independencia no resolvió la crisis, al punto que tuvo que ocurrir la bonanza del guano para sacarnos de ella, y no por mérito sino por fortuna?" (Ilustración: Víctor Aguilar Rua)

Uno de los principales hallazgos de la reconstrucción histórica del producto bruto interno (PBI) del Perú que hizo Bruno Seminario fue la gravedad de la crisis económica en que ocurrió la independencia del país. Y lo que quizás fue más sorprendente: el hecho de que esta, lejos de atenuarla, más bien la profundizó. Eran noticias de las que los historiadores teníamos cierta noción, pero de cuya dimensión y consecuencias no habíamos cobrado la consciencia necesaria.

De acuerdo a las cifras proporcionadas por el recientemente fallecido economista, entre los años 1795 y 1820 el PBI por habitante descendió 28%. En 1820 desembarcó el ejército del general San Martín, poniendo inicio a una guerra de independencia, que recién concluyó en 1826. Entre estos años el PBI por habitante cayó otro 25%, dejándolo en poco más de la mitad de lo que fue tres décadas atrás. Sería necesario saber más acerca de la manera como se distribuyó esta caída entre la población y las regiones del país, pero una contracción de ese calibre debió ser hondamente percibida por la población. El descontento político creó un clima propicio para el despliegue de nuevas ideas, como las de autonomía, igualdad y republicanismo. Cundió la expectativa de que la separación del imperio español, a cuya política se achacó el malestar, terminaría con la depresión y marcaría el inicio de una tendencia positiva.

Dicha esperanza no se concretó, al punto de que recién en 1853, tres decenios después de la independencia, el país recuperó el nivel de ingreso por habitante de 1795. Se había perdido más de medio siglo en la carrera del progreso. Ese medio siglo de estancamiento que significó la primera mitad del siglo XIX, fue crucial para la historia económica del Perú. Si para finales del siglo XVIII el producto por habitante del país equivalía a dos tercios del que tenían los países de Europa Occidental y los Estados Unidos, para mediados del XIX era de solo un tercio. Durante ese medio siglo en que la economía del viejo virreinato estuvo estancada y deprimida, los países del norte de Europa y América pegaron un fuerte salto de la mano de la Revolución Industrial.

¿Por qué la independencia no resolvió la crisis, al punto que tuvo que ocurrir la bonanza del guano para sacarnos de ella, y no por mérito sino por fortuna? En principio, porque, como los peruanos aprendimos con la experiencia, la independencia por sí misma no resolvía los problemas económicos del país, que eran falta de capitales, de mano de obra y de mercados para reanimar la producción. Debían desplegarse políticas que propicien su aumento, y no fueron estas las que adoptó la flamante república. La prolongada guerra de independencia implicó la rapiña del escaso capital disponible, que emigró a los países de donde provinieron los ejércitos libertadores, cuyos hombres no luchaban gratis. La secuela de guerras civiles, que se prolongó por varias décadas, desvió a los hombres de la producción hacia la destrucción, dejando irresuelto el problema de la falta de brazos.

Las políticas que puso en marcha la república fueron el alivio fiscal y el proteccionismo comercial. Lo primero implicó la abolición de los impuestos más odiados por la población, que había terminado por identificar tributos con colonialismo. Desaparecieron las aborrecidas alcabalas, que no volvieron a asomar hasta el siglo XX, el diezmo agrario y minero que pagaban los empresarios, los impuestos al consumo que gravaban al tabaco y el aguardiente, y el execrado tributo indígena y de castas que pagaba la mayoritaria población rural. La experiencia demostró que desmantelar el esquema tributario, sin más reemplazo que la renta del guano, no fue un buen tónico para el debilitado paciente. No fue bueno para la economía, y tampoco para la política, que produjo una ciudadanía convertida en el recipiente del dinero público, pero no en su fuente.

El proteccionismo significó limitar con derechos de aduana o prohibiciones el ingreso de productos extranjeros que compitiesen con la raleada manufactura nacional. Telas, calzado, harinas y muebles resultaban bloqueados en los puertos por tarifas de 40% o más, que se añadían al enorme costo de traerlos desde lejanos países. Como la ilustrada Flora Tristán predicara a su paso por estas tierras, el gusto por el consumo entre la población, y su deseo de emulación y de progreso no podían nacer con semejantes tarifas, que tenían como secuela las pocas probabilidades para exportar, para un país mal ubicado espacialmente frente a los mercados mundiales más importantes del momento.

Los tiempos de crisis, como los que hoy vivimos en este polarizado país, son propicios para el florecimiento de nuevas políticas. No siempre se atina con las mejores. Tratar de reactivar la producción y de contentar a la población, o a sus grupos más movilizables, con medidas idóneas para el corto plazo, pero que pueden perjudicar el montaje de buenos esquemas para la organización económica en el largo plazo, puede traer malos resultados, como probó la experiencia peruana después de la independencia.