Iván Alonso

El presidente Javier Milei ha instado a los argentinos a tomar “el último trago amargo” para purgar al país de la inflación, la devaluación de la moneda y la caída generalizada del nivel de vida. Después vendrá la recuperación.

Ese trago amargo no es ni más ni menos que el ajuste fiscal. El Gobierno Argentino gasta más de lo que recauda. Lo ha hecho casi toda su vida independiente. Hoy tiene que bajar sus gastos para cerrar un déficit que equivale al 5% de su PBI y que el banco central financia emitiendo pesos que, al ponerse en circulación, alimentan la inflación.

No sabemos si las medidas anunciadas este martes serán suficientes para cerrarlo. La suspensión por un año de la publicidad estatal es una gota en el océano. La reducción del número de ministerios no reducirá el gasto si las funciones simplemente se redistribuyen. Más creíbles son la eliminación de los subsidios al transporte y la energía, la paralización de obras públicas y el cese de las transferencias del gobierno federal a las provincias.

Milei ha asegurado que el ajuste recaerá en el estado. Pero el estado es una ficción jurídica. Detrás de cada peso que se gasta hay un argentino que recibe ya sea un ingreso o un subsidio. Todo ajuste fiscal es, en lo inmediato, un ajuste para las personas que dependen económicamente del estado.

¿Qué sentido tiene, entonces, decir que el ajuste recaerá en el estado? Lo que eso significa es que el estado debe dejar de hacer algunas cosas. El déficit fiscal es la manifestación de que el estado hace más de lo que la ciudadanía consiente, con sus impuestos, que haga. La inflación es un impuesto oculto, un impuesto que no tiene el consentimiento del contribuyente, que le quita subrepticiamente parte de su poder adquisitivo para financiar el exceso de gasto del ‘estado’. Diga usted si no se justifica la ‘e’ minúscula.

El ajuste fiscal, al descontinuar algunas actividades del estado, altera la marcha de la economía. Interrumpe el flujo de ingresos de algunas personas, desestabiliza los egresos de otras. Se siente el sabor amargo. Pero luego la economía comienza, poco a poco, a reconfigurarse. La gente que perdió su empleo en el sector público encuentra algo que hacer en el sector privado. Los que cobraban sin trabajar también. Se reduce el consumo superfluo de la energía y el transporte que estaban subsidiados. Aparecen nuevas alternativas a menores precios.

El objetivo último del ajuste, más allá de la estabilización de la moneda, es reorganizar la economía para hacerla más productiva. El recorte del gasto público sirve no solamente para parar la inflación y la devaluación, sino para reorientar los recursos del país hacia aquellas actividades que mejor satisfagan las necesidades de la gente. Sin ajuste no hay reorganización posible. La economía se va cuesta abajo en su rodada, como en el tango Gardel.

Lo mejor que se puede esperar es que el ajuste sea rápido, completo y duradero. Cuanto más rápido y completo, más pronto volverá a estar Argentina en la senda del crecimiento y la prosperidad. Cuanto más duradero sea, más argentinos saldrán de la miseria en la que los han sumido las malas ideas y la obstinación.

Iván Alonso es economista