Según la tabla de estaturas promedio de la población mundial que reproduce Wikipedia, el Perú yace al fondo de la misma, ocupando el puesto 174 entre 189 países. Con los datos de 1,65 m. para los varones y 1,53 para las mujeres, nos ubicamos en el penúltimo lugar de América Latina, solo delante de Guatemala. De acuerdo con el criterio de la antropometría, para quien la estatura refleja la calidad de la nutrición de una sociedad, este dato es una señal de que, a pesar de nuestra celebrada riqueza gastronómica, la alimentación no ha sido uno de nuestros fuertes.

La que hoy amenaza al mundo tiene numerosos antecedentes en nuestra historia. Guerras, sequías y plagas asolaron la agricultura, saboteando la producción de alimentos. Haciendo un recorrido desde la época colonial, podemos señalar el terremoto de 1687 que afectó la costa peruana como el punto de partida de largos años de esterilidad de la tierra. Según creyeron los contemporáneos, esta ocurrió por el efluvio de gases azufrosos del subsuelo que trajo el sismo. Los cultivos de trigo fueron abandonados, ya que antes de germinar, el grano se deshacía en una especie de polvillo café, que los agrónomos modernos han identificado como un caso de roya. Hubo que traer trigo desde Chile y reemplazar en los valles de la costa el cereal por la caña de azúcar.

La larga guerra de independencia trajo también su cuota de y sufrimiento en la capital, a raíz del bloqueo del Callao y los caminos que abastecían a la ciudad. Más grave fue, sin embargo, la hambruna de 1848-1849, descubierta por el historiador Alejandro Salinas revisando la colección del Diario El Comercio de aquellos años (“La economía peruana vista desde las páginas de El Comercio, siglo XIX”). La falta de lluvias en la sierra, seguida por fuertes heladas, arruinaron las cosechas y dejaron a los habitantes con la olla vacía. En ese entonces no había ferrocarriles ni algún medio distinto a las mulas, con que trasladar productos alimenticios, que de suyo son voluminosos y pesados. “Hambruna en Pasco”, “Huancavelica. Hambre”, “Cajamarca. Hambre” fueron los títulos de varios artículos de El Comercio en los primeros meses de 1849. El Diario llegó a mantener por varias semanas una sección titulada “Hambre”. En Ayacucho, el corresponsal informaba que los indios vendían a sus hijos “por un puñado de maíz”, y en Abancay, la venta de pan se hacía rodeada de policías, para prevenir algún amotinamiento.

Las autoridades y los hacendados reaccionaron repartiendo trigo o rebajando su precio, mientras que el gobierno central dispuso la compra de maíz, arroz, charqui, frejoles, cebada y harina para llevar a la sierra. Pero se trataba de una operación lenta, de modo que, en lugares como Huancavelica, hubo que ver a niños y ancianos morir de inanición. Algunos subprefectos tuvieron el tino de suspender la cobranza del tributo que todavía gravaba a los campesinos, pero en Huariaca, en Pasco, encarcelaron a los omisos, cuya “miseria y desnudez espantaría a cualquiera”, según refirió el corresponsal de este Diario.

En la costa las crisis alimentarias estuvieron relacionadas con el desabastecimiento de arroz, harina de trigo y carne de vacuno, que eran productos sujetos al pago de aranceles de importación, a fin de proteger a los productores nacionales de la competencia exterior. La tensión entre el interés de los consumidores por tener alimentos más baratos, y el de los molineros de Lima y los ganaderos del interior por hacer su producción más rentable, perduró hasta la primera mitad del siglo pasado, cuando fueron desapareciendo esos gravámenes.

También hubo problemas alimentarios en las ciudades de la costa, a raíz de la sustitución del cultivo de panllevar por el de productos para la exportación, como la caña de azúcar y el algodón. En el contexto de la Primera Guerra Mundial, que complicó la llegada de importaciones, el problema fue tan grave, que el gobierno obligó a los hacendados a destinar un porcentaje de sus tierras a la producción de alimentos.

La larga crisis de 1976-1992 fue otra época en que los peruanos nos acostumbramos a ir al lecho con la barriga vacía, para, a la mañana siguiente, desayunar pan con té. Surgieron mil formas de “engañar al estómago”. Fue la época en que la carne de vaca fue sustituida por la de pollo, que comenzó a ser producido en enormes granjas en las proximidades de Lima. De todos modos, la tuberculosis y el cólera cobraron su implacable cuota de víctimas.

Históricamente el hambre ha causado no solo muertes y enfermedades. También ha concitado revoluciones, como la francesa de 1789, y enormes migraciones, como la de los irlandeses hacia América del Norte en los años de 1840. El escritor ruso Máximo Gorki anotó que, junto con el amor, componían los dos grandes motores que movían a la humanidad. En cualquier caso, velemos porque las autoridades tomen esta vez las medidas oportunas para enfrentar la crisis alimentaria, porque, como lo recordó Albert Einstein, “un estómago vacío es un mal consejero político”.

Carlos Contreras Carranza Historiador y profesor de la PUCP