Javier Díaz-Albertini

En los últimos días, gracias a denuncias periodísticas, de nuevo hemos sido testigos del alto nivel de trampa que ocurre cuando el Estado contrata profesionales o evalúa su desempeño. Se calcula que son miles los maestros que han presentado para lograr ser contratados. En el caso de los docentes timadores, algunos especialistas culpan al Ministerio de por tener un sistema de contratación por expediente que permite a los desaprobados en el examen de ingreso tener la oportunidad de ingresar con puntaje documentario. Esta modalidad –de acuerdo con estos críticos– incentiva la búsqueda y entrega de documentos falsos para lograr ser contratados.

Pero no me acaba de convencer plenamente esta explicación. También se ha hecho trampa en las pruebas de mérito. Entonces, podríamos decir que, al hacerlas obligatorias para ingresar a la docencia, también se estimulan la filtración de preguntas y exámenes, la suplantación o el uso de medios digitales para hacer trampa. Hechos que ya han llevado a que, en los últimos años, varias pruebas hayan tenido que ser canceladas, suspendidas o invalidadas. Es decir, nos encontramos con una muestra más de la inseguridad jurídica que vive el país. No podemos confiar en ninguno de los mecanismos legalmente establecidos para contratar y nombrar a idóneos.

Hay tantos intereses mezquinos en el sector educación, que no se vislumbran salidas que reviertan su estado calamitoso, empeorado enormemente por la pandemia. Un sistema podrido en cuya base se encuentran algunos que quieren chamba sin méritos; en el medio, sindicatos populistas que blindan la mediocridad y a funcionarios que colocan a sus allegados; y en el vértice, a los que han hecho de la educación pública y privada un negociado. No nos debe extrañar, entonces, que en el actual Congreso se haya intentado varias veces eliminar las pruebas de ingreso o la evaluación del desempeño.

A mi parecer, como he indicado en otra ocasión (“Pecado original” 25/5/2022), “muchos ya no estudian para ampliar su área de conocimiento, sino para adquirir una credencial que les abra puertas”. Es decir, se ha desvirtuado la razón principal detrás de la exigencia de más educación y capacitación docente: mejorar su eficacia –lo que los economistas prefieren llamar ‘productividad’– medida sobre la base del efecto que tiene sobre el aprendizaje y avance alcanzado por sus estudiantes. Estudios confirman una y otra vez el tremendo impacto que tiene el docente como individuo en el nivel de desempeño estudiantil. Y, para ello, la educación alcanzada por el profesor es esencial, pero está lejos de ser suficiente. La evaluación continua del desempeño debe ser la forma principal de monitorear la eficacia. Consiste en el seguimiento a un proceso, algo mucho más rico que la obtención de un diploma.

Durante mi carrera como catedrático nombrado, por ejemplo, fueron importantes mis títulos y grados, pero la permanencia y ascensos siempre dependieron de otros factores que tenían mayor peso. La educación obtenida contribuía con un máximo del 28% del puntaje para permanecer en la docencia, mientras que la calidad en la enseñanza –evaluada por las unidades académicas y los estudiantes– tenía un tercio de peso. El resto de los puntos provenía de investigaciones, publicaciones y ponencias. Los profesores que no alcanzaban el puntaje mínimo ya no podían permanecer en la institución. No era un sistema perfecto, no siempre el puntaje estaba bien asignado (favorecía a los que tenían cargo), podía prestarse a subjetivismo en algunos rubros. Pero, en términos generales, nos incentivaba a mantener un buen desempeño. Y es una de las formas principales de asegurar la calidad educativa.

En otras palabras, como el papel aguanta todo, tenemos que enfocarnos más en la calidad de los logros y resultados de los maestros y maestras, a la vez que se les brinda el apoyo para que mejoren su eficacia. No hacerlo implica caer en un credencialismo que sí invita a la trafa. Si no me creen, pregúntenles a actuales o recientes presidentes de la Nación, ministros, fiscales, jueces y congresistas, cómo es que han engordado su ‘curriculum vitae’ con maestrías y publicaciones descaradamente plagiadas.



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Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología