Carmen McEvoy

Cuando Enrique falleció prometí nunca más volver a armar un árbol de . El que tengo lo compró él, que además estableció la tradición de añadir anualmente ornamentos novedosos. Eran estos recordatorios tintineantes los encargados de marcar los eventos en la docena de meses que llegaba a su fin. En una ceremonia siempre risueña, recorríamos nuestro pasado compartido, reinstalando el espíritu navideño en el hogar que algunas veces anidaba en Sewanee y otras, en La Punta. Este año regresé al distrito marinero en el que nos conocimos y me armé de valor para abrir aquella caja llena de esferas multicolores, lazos, ángeles, elfos, luces, guirnaldas, estrellas y fotografías. Mi propósito era repetir, en solitario, el acto de reconstruir pedazos enteros de una historia que, a pesar de su ausencia, sigue uniéndonos. Cada pieza, incluidos los pajaritos dorados y rojos que compré para celebrar nuestra última Navidad, fueron incorporados al viejo árbol y en el camino fui evaluando una vida que, con sus luces y sombras, nos hizo crecer como seres humanos. Mientras llevaba a cabo mi peculiar interpretación de un viejo ritual pagano –no hay que olvidar que los celtas colgaban frutos y vegetales en sus robles durante el solsticio de invierno– sentí la transición de la pena profunda al agradecimiento por todo lo vivido, incluido el dolor que va y viene, y con el que aprendo a coexistir.

Lo que sin proponérmelo experimenté en La Punta de mi infancia fue el inicio, así lo espero, de un proceso sanador en un año muy doloroso para toda la humanidad. No solo por la guerra en Ucrania, sino por la hambruna que se nos viene, así como también por el sinfín de desastres naturales y el descalabro socioeconómico: expresión tangible del desquiciamiento estructural que nos retrata como “civilización” a la deriva. Hace poco vi una foto de un árbol de Navidad en un departamento iluminado con velas debido a los constantes apagones de la imbatible ciudad de Kiev. Observando esa y otras imágenes, entre ellas las de un grupo de niños cantando villancicos en su subterráneo, recapacité en torno a una Ucrania desangrada por una guerra brutal declarada por el genocida Vladimir Putin. Pero, también, pensé en esos rituales públicos y anónimos que, al capturar memorias sumergidas, ayudan a enfrentar la pérdida, la deshumanización e incluso el horror cotidiano. En nuestro caso particular, los peruanos viviremos una Navidad precedida por la traición de un expresidente golpista, la de por lo menos 27 compatriotas cuyos deudos demandan justicia por parte de un Estado corrupto y violento que viene reinventándose a lo largo de los años, y la angustia de las familias de varios policías en UCI debido a las violentas protestas. Esta concatenación de hechos amargos, unida a la destrucción sistemática de bienes públicos y privados más la apuesta de algunos por el caos, debe llamarnos a una profunda reflexión. Porque, más allá de la celebración consumista, que prevalece, lo que realmente urge en esta Navidad de cara al ignoto 2023 tiene que ver con nuestros proyectos, tanto privados como colectivos, el abordaje de nuestras múltiples pérdidas e ilusiones, pero, sobre todo, con la violencia –y su socia, la muerte– que todo lo envuelve para destruirnos sin piedad.

El excelente reportaje de “Ojo Público” sobre Paula Aguilar Yucra, que perdió a parte de su familia durante la guerra que le declaró Sendero Luminoso al Perú y que hace algunos días está de nuevamente por la muerte de su sobrino nieto en la represión militar llevada a cabo por el Estado en Ayacucho, muestra que la violencia nos sigue acompañando, pues no logramos curar las heridas del ciclo destructivo anterior. En “The grieving brain: The surprising science of how we learn from love and loss”, Mary Francis O’Connor estudia la neurofisiología del duelo, un problema para el cerebro, ya que ello supone vivir en el mundo con la ausencia de alguien que ya es parte constitutiva de nuestro mapa cognitivo. Esto quiere decir que para el cerebro el ser amado vive eternamente a pesar de que ya no existe y ello confunde a la mente. Sin embargo, O’Connor también sugiere que la conversación con los muertos y con la pérdida, en general, enriquece nuestra relación con los vivos. Después de haber enterrado 300.000 compatriotas como consecuencia del COVID-19, sumados a los miles que perecieron en la “guerra milenaria” liderada por Abimael Guzmán, que fue precedida de decenas de otras guerras civiles donde nos masacramos entre peruanos –algunos de ellos sin tumba ni duelo–, tal vez ha llegado el momento de una tregua para imaginar un mundo alternativo: lejos del desprecio por el otro y la carencia material y moral que atiza la violencia que hoy nos envuelve.

Sin olvidar las demandas incumplidas por el Estado es necesario ensayar una pausa luego de un año sumamente trágico, cuando la comunidad cristiana asiste, una vez más, a la renovación de la vida que surgió en un humilde pesebre y en un Belén paradójicamente ocupado por las tropas imperiales de Roma. Tomemos la decisión de escucharnos respetuosamente para construir un Perú justo y noble que nos incluya a todos.

Carmen McEvoy es historiadora