(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Después de ver a niños en jaulas, algunos de ellos menores de 4 años. Después de saber que más de 2.000 de ellos han sido confinados a esos campos de concentración infantiles en solo seis semanas bajo la política de “tolerancia cero” contra la inmigración. Después de oírlos llorar, suplicar que alguien llamase a sus padres. Después de escuchar a los carceleros burlarse de esos pequeños porque hacían demasiado ruido. ¿ impidió que esa situación continuase?

No. Al contrario. Trump se mostró orgulloso. Incluso desafiante.
Después de que congresistas y primeras damas de su propio país mostrasen su horror por esa medida. De que la la criticase y el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos la calificase de “abuso infantil”. De que el la considerase inmoral en apoyo de la Conferencia Episcopal norteamericana ¿Entonces sí retrocedió Trump?
No. Después de eso recibió a los reyes de España. Según tuiteó su esposa Melania: “La reina Letizia y yo hemos disfrutado de un té y tiempo juntas, centradas en vías para tener un impacto positivo en los niños”. Sonaba a sarcasmo. Era solo insensibilidad.

El martes por la noche, el presidente se reunió con un grupo de angustiados congresistas republicanos. Hay elecciones en noviembre, y las imágenes de esta semana pueden perjudicar sus expectativas entre esos votantes demasiado sensibles que no aprueban, por ejemplo, arrancar a los niños de sus padres para enjaularlos. Veinticuatro horas después, Trump firmó una orden ejecutiva para no separar más a las familias inmigrantes.

Debemos agradecer el cambio de actitud a la prensa y a la presión internacional. Pero el nivel de revuelo necesario ha puesto de manifiesto que el gobierno estadounidense, desde su líder hasta el funcionario que se reía en las imágenes, no considera el llanto de esos niños particularmente conmovedor. No más que un vecino con la música demasiado fuerte, o unos gatos callejeros apareándose en la vereda.

¿Cabía esperar otra cosa? El lunes, Trump tuiteó que esos niños “son usados por algunos de los peores criminales de la tierra como medios para entrar en nuestro país”. En la misma frase, llamó delincuentes a personas que huyen de la miseria y la delincuencia, y de paso, rebajó a sus hijos a la categoría de armas del crimen. El martes, los acusó de “infestar” su país, como alimañas. Los ha llamado en público “violadores”, “traficantes”, y en privado, según medios como “The New York Times”, “enfermos de sida” provenientes de “paisuchos de mierda”.

En su ensayo “Creer y destruir”, Christian Ingrao analiza la evolución de las SS nazis. Muchos de sus líderes eran intelectuales, juristas o filósofos de las mejores universidades. Después de la Primera Guerra Mundial, se consideraban amenazados por judíos y comunistas. En su ideología, los criminalizaron. Ya en el poder, los cosificaron. Eso hizo fácil, en el contexto de la Segunda Guerra, exterminarlos. Ya para entonces, llevaban mucho tiempo sin considerarlos personas. Solo sentían que erradicaban una plaga de mosquitos. Todo ese proceso de deshumanización empezó en el lenguaje.

Donald Trump no es el único que ha emprendido esta senda. Esta semana, el Parlamento húngaro aprobó penar con cárcel a quienes ayuden a inmigrantes ilegales, aunque solo sea para ofrecerles información. Y en Italia el ministro del Interior propuso censar a los gitanos para echarlos. Lamentó que, a los gitanos italianos, “por desgracia hay que quedárselos”.

Antes de meter a las personas en jaulas de metal, el fascismo las encerró en palabras. Los guetos de los años 30 se inauguraron en la terminología. Hoy, ese lenguaje está volviendo. Y las jaulas también.