(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Nadie diría que aquí habita un culto pagano o una imagen milagrosa. La calle Tambo de Montero es una de las últimas del Centro Histórico de Cusco y no son muchos los turistas que caminan hasta acá. El local carece de señales o carteles. Ni siquiera tiene número. Si consigo llegar, después de preguntar a varios peatones, es solo porque veo a una chica cargada de regalos y sospecho que nos dirigimos al mismo lugar.

–¿Usted no le ha traído nada al niño?– me reprocha la chica tocando un timbre anónimo. –Entonces no le va a cumplir sus deseos–.

Ella le trae caramelos y un muñeco de peluche, que me enseña mientras entramos en un callejón con cajas vacías y ropa tendida. El altar del Niño Compadrito se encuentra ahí, en una capilla rebosante de flores, juguetes –sobre todo muñecos de policías, gremio que parece profesarle especial devoción–, y cartas de fieles agradeciendo milagros.

La chica se arrodilla en un reclinatorio para hablarle:

–Te he traído caramelos, Niño Compadrito, pero no comas demasiados, que se te van a picar los dientes–.

Me sorprende la ternura con la que lo trata, como a un hermanito. Porque carece de la solemnidad eclesiástica. Pero, sobre todo, porque el Niño Compadrito es la imagen más fea y espeluznante que he visto en mi vida. Parece ser un bebe momificado, pero también podría tratarse de un mono. En todo caso, los rasgos bajo su corona y sus trajes remiten más a un zombi que a un angelito.

Un chofer cusqueño me ha hablado del Niño Compadrito. Dice que se trata de una momia incaica que en tiempos se exhibía en la catedral, junto a San Agustín, hasta que un obispo mandó retirarlo de ahí, por feo y por indio. Sin embargo, cada vez que lo sacaban, volvía a su lugar por arte de magia. Ese fue su primer milagro.

Cierta o no, la anécdota marca una distancia con los santos oficiales. El Niño Compadrito ha sido expulsado de la Iglesia Católica. Él es al santoral lo que el mercado informal es al Jockey Plaza.

El Niño Compadrito no es el único santo subversivo. Ejemplos similares recorren el Perú y la América hispana. El mausoleo de Sarita Colonia, en el cementerio Baquíjano y Carrillo, recibe a pequeños estafadores, ladrones con navaja, prostitutas y demás personas que carecen de santo patrón, pero no por eso dejan de existir ni de creer en la divinidad. En Guatemala, visité una vez a Maximón, una figura con cigarro en la boca, que se ocupa de todas las solicitudes que la burocracia de Dios ha dejado sin tramitar.

Antes, a Dios le gustaban los pobres. Los que sufren. Los enfermos. De ellos hablaba en el Nuevo Testamento. Y sin embargo, ser bueno es más fácil de la clase media para arriba. Los pobres pecan más. Vivir hacinados fomenta el maltrato familiar, la falta de oportunidades es un caldo de cultivo para el alcoholismo, y aún no hablamos de los que roban billeteras o alquilan sus cuerpos para llevar algo de comer a su mesa. La moral católica –como cualquier otra– es más fácil de seguir con la barriga llena.

Los devotos de estos cultos populares encuentran en ellos la cercanía y comprensión que los templos católicos frecuentemente les niegan. Unos santos que los miran a los ojos. Una religión que no los rechaza. Al final, el Niño Compadrito con su cara monstruosa, Sarita con sus devotos ex convictos, Maximón con su cigarro, se parecen más a Dios que las imágenes doradas y pintaditas de las catedrales.