(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

¿Qué tienen en común un hombre que quema a su cuñada y un juez que negocia rebajar la condena al violador de una menor? Que ambos consideran a las mujeres objetos despreciables.

De todos los chanchullos, corruptelas y tráficos de influencias judiciales destapados por la prensa esta semana, sin duda el más repugnante es el audio en que parece negociar la absolución del violador de una niña de 10 años. Más inculpatoria que la grabación es la propia defensa del juez: Hinostroza no desmintió un audio posiblemente editado, sino cuestionó su validez como prueba. Si se publica su foto con un cadáver y el cuchillo, este hombre no dirá que se trata de un montaje. Solo demandará al fotógrafo por sus derechos de imagen.

Por si fuera poco, Hinostroza explicó en una entrevista radial que había liberado a otro acusado de violar a una menor porque su víctima “aparentaba” 14 años y había consentido. Según ese singular análisis jurídico, los violadores son inocentes si atacan a niñas con pechos grandes.

Al mismo tiempo que sus audios salían a la luz, fallecía , víctima de las quemaduras que le infligió su ex cuñado Esneider Estela después de rociarla con combustible. El asesino quería venganza porque su pareja lo había abandonado. Y por supuesto, no se le ocurrió hablar mal de ella ante sus amigos o emborracharse escuchando boleros. Eso es para débiles. Uno se queda más satisfecho si le prende fuego a la hermana.

Para el juez Hinostroza, una niña violada parece ser solo un elemento de negociación, una mercancía. Para Esneider Estela, una mujer es una propiedad intercambiable: si no va a usarla, prefiere impedir que la use otro. Y ya que no puede destruir a su ex pareja, qué importa, destruye a la cuñada. Al fin y al cabo, todas son iguales.

Ambos casos muestran que el drama es transversal: el concepto de la mujer como un objeto, una chuchería sin importancia cuyo propietario puede manipular, comprar, vender o romper, atraviesa nuestra población, desde los simples ciudadanos hasta los funcionarios más relevantes. Desde el año pasado, van 17 mujeres quemadas por hombres. Y los centros de emergencia del Ministerio de la Mujer han recibido 65 mil denuncias por violencia. El machismo causa agresiones al nivel del terrorismo.

Una realidad así solo puede cambiarse desde la educación. Para salvar vidas y evitar injusticias, tenemos que romper la inercia cultural que convierte a las mujeres en utensilios de los hombres. Y el lugar para hacerlo son los colegios, las universidades, los centros formativos.

El problema es que precisamente la educación está en manos de una clase dirigente dudosamente alfabetizada. La supina ignorancia de nuestros congresistas es lo más democrático de este país: se reparte por igual entre todos los grupos políticos. Era un nacionalista del entonces partido de gobierno, Rubén Condori, quien en el 2015 defendió la homofobia basándose en los beneficios del antisemitismo, y sentenció que “Hitler tenía en parte razón”. Un fujimorista, Bienvenido Ramírez, aseguraba el año pasado tener pruebas de que la lectura produce Alzheimer. Alianza para el Progreso ha aportado a la gloriosa causa del embrutecimiento patrio a Edwin Donayre, cuyas principales propuestas educativas consisten en golpear a los niños con palos y encerrar a los adolescentes a las diez de la noche. La relación entre nuestros políticos y la educación sería muy divertida... si no fuese dramática.

Urge exigir a nuestros representantes reformas educativas para cambiar nuestra sociedad. Pero vamos a tener que exigírselos con letra grande y palabras muy cortitas. No son tan mala gente. Es solo que de verdad no lo entienden.