Más cómplices que adversarios, por Renato Cisneros
Más cómplices que adversarios, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En la superficie pareciera que uno es la contradicción del otro. El médico es científico, concreto, apunta al diagnóstico inequívoco; el periodista es disperso, generalista, tiende a la especulación. La dicotomía es tan funcional que casi nadie –empezando por los propios involucrados– parece estar interesado en subrayar sus coincidencias. Fuera de ser expertos en dar malas noticias, médicos y periodistas comparten el gen de la curiosidad, trabajan en función del otro, se basan en síntomas e indicios y, por si fuera poco, están envueltos en la misma paradoja: los guía la misión de corregir la realidad, aunque su materia prima esté hecha precisamente de imperfecciones. Un mundo sin enfermedades que erradicar ni caos social que denunciar sería el peor contexto para la estabilidad laboral de médicos y periodistas.

A pesar de estas similitudes, médicos y periodistas no han conseguido en todos estos años sortear el obstáculo que explica su vieja incordia: el lenguaje. Ni ellos nos entienden a nosotros, ni nosotros a ellos. Quizá sea un asunto de formación. Ellos se ajustan a protocolos y procedimientos rigurosos; nosotros desconfiamos de las reglas y solemos¡ eludir los principios rectores. Ellos suelen actuar con certezas medibles; nosotros nos guiamos por el olfato. Por eso, cuando un periodista entrevista a un médico, la mutua incomodidad no tarda en ponerse de manifiesto. Ellos abusan de términos enrevesados y estadísticas imposibles cuando nosotros solo requerimos de un titular, una promesa, una cita que lo sintetice todo.

En las últimas semanas las asperezas entre ambos gremios se han incrementado como hacía tiempo no sucedía. Les hemos dicho “carniceros” y nos han calificado de “hienas”. Es justo señalar que, en los dos casos que han precipitado el conflicto (los de Milagros Rumiche y Shirley Meléndez), los periodistas cedieron al dramatismo de unas historias que parecían contarse solas, pero cuyos detalles médicos no fueron debidamente consignados. En el caso puntual de Meléndez, se habló temerariamente de “negligencia médica” cuando hasta hoy los investigadores no han dado su veredicto.

Aun cuando ha sido comprensible la ofuscación del sector médico, algunos de sus voceros han puesto las manos al fuego por colegas que están bajo el escrutinio de la ley, cayendo así en la irresponsabilidad de la que venían renegando.

Por otro lado, y sin justificar la ligereza periodística, habría que decir que el sistema médico nacional hace pasar por verosímil cualquier denuncia de mala praxis: ya sea por la precariedad de las instalaciones, por la comunicación muchas veces insensible del personal médico hacia los pacientes o por los antecedentes registrados (siendo el más fresco el de la amputación equivocada de una pierna del anciano Jorge Villanueva, perpetrada por médicos que ya fueron condenados).

Además de investigar más y comunicar mejor, algo debemos hacer periodistas y médicos para que los nombres que bautizan a los hospitales públicos dejen de relacionarse con prácticas inhumanas. Alberto Sabogal fue pionero de la cirugía de hígado; Guillermo Almenara fue un bacteriólogo condecorado; el abogado Edgardo Rebagliati creó desde cero el sistema de seguridad social, pero hoy son apenas sinónimo de descuido e inseguridad, cuando no de muerte.

Sé que la dupla periodistamédico puede funcionar porque lo constato a diario. Estoy casado con una doctora. Y aunque me cuesta comprender las conversaciones llenas de tecnicismos insufribles que mantiene con sus colegas –como ella seguramente padece las mías con mis amigos escritores–, juro que nos entendemos. Los prismas con que miramos alrededor son distintos, pero nuestro idioma sigue siendo el mismo.

Esta columna fue publicada el 27 de agosto del 2016 en la revista Somos.