"La poca belleza inventada se esfumó con los sueños y en las cabezas solo quedó espacio para los problemas del presente". (Foto: Wessex Archaelogy)
"La poca belleza inventada se esfumó con los sueños y en las cabezas solo quedó espacio para los problemas del presente". (Foto: Wessex Archaelogy)
Gustavo Rodríguez

Fueron pocos los que alcanzaron la isla grande después de la hecatombe y desde el primer día fueron repartidos sus destinos: quienes eran certeros con los arpones y podían distinguir los frutos venenosos y las hierbas medicinales fueron señalados como los baluartes de la supervivencia. No menos importancia alcanzaron los que llegaron con nociones de ingeniería: las primeras casas rudimentarias y el primer pozo de agua otorgaron a sus supervisores un notorio prestigio en la naciente comunidad. Los guardianes del fuego y los alfareros también fueron elogiados, pues sus manufacturas traían remembranzas de los tiempos felices y un similar estatus alcanzaron los que tuvieron la fortuna de encontrar vetas minerales y se asociaron con quienes, ensayando y equivocándose, pudieron fabricar herramientas.

Desde el inicio hubo disputas, por supuesto, y esa fue la oportunidad de algunos débiles de brazo pero fuertes en astucia: quienes antes del cataclismo se habían dedicado al derecho encontraron la oportunidad de instituir reglas que con el tiempo se convertirían en leyes y se encargaron de interpretarlas. Tampoco faltó quien, conocedor de la psique humana, aprovechó la incertidumbre y se hizo rico con la lectura de caracoles: el hombre es, quién lo duda, el animal que más canjea en la naturaleza. Entre ellos, sin embargo, vivían ciertos individuos que no sobresalían en estas cotizadas habilidades. No eran pescadores duchos, pero aceptaban zurcir las redes; no eran leñadores productivos, pero aceptaban astillarse lijando la madera con piedra pómez; tampoco eran avispados negociantes, pero se encargaban de los mandados. Eran, pues, tratados con la indulgencia que se reserva a los reemplazables, como a esos actores secundarios de las películas que los mayores recordaban: de los pescados les tocaba el espinazo y de las viviendas solo las más rústicas.

No obstante, había momentos en los que estas mujeres y hombres opacos tenían su oportunidad para brillar. Ocurría en las fogatas bajo la noche, mientras las miradas observaban el fuego, cuando una voz dulce atravesaba el humo y después los cráneos, desenterrando sentimientos. Al canto de esa mujer que acarreaba agua se le sumaba el tamborileo del muchacho que desollaba pieles y, apareados los sonidos, cada vez más ágiles, la comunidad terminaba bailando entre risas y chillidos. Ocurría también cuando, en medio del descanso de alguna construcción, alguien le insistía al ayudante que abriera la boca y de ella salía algún relato que hacía cerrar los ojos y abandonar esa isla con aventuras de héroes y mujeres amadas, de volcanes lejanos y fiordos inaccesibles. Un día, sin embargo, hartos de recibir las sobras, los habitantes secundarios se organizaron: acallaron sus voces, congelaron los ritmos, guardaron sus historias y escondieron sus pinceles. Nadie les hizo caso. Desde entonces, las fogatas fueron tristes. Los refrigerios, apáticos. La poca belleza inventada se esfumó con los sueños y en las cabezas solo quedó espacio para los problemas del presente. Las tensiones se fueron elevando. Hubo más desconfianza, más riñas y, a la larga, menos comprensión del otro. A un hábil negociante se le ocurrió amurallar un recinto y empezó a cobrar cupos para encerrar a los más violentos.

“Qué bueno que no aprendimos nada”, se dijo un día, luego de morder un melocotón.