La canción de la vida, por Pedro Suárez-Vértiz
La canción de la vida, por Pedro Suárez-Vértiz
Pedro Suárez Vértiz

Yo genero arte pero no lo tomo con demasiada seriedad. No creo que salve el mundo. Conozco sus tretas. Hay mucho esnobismo sobre cuan ‘distintos’ debemos ser para sentirnos especiales y por ello muchos escuchan música desconocida y ponen artistas ‘alternativos’ como música favorita en su Facebook. Como diciendo: “¿Abba, Stones, Dylan, Queen? No hay forma. Yo escucho de Birdy para abajo porque no soy del montón”. Personalmente tomo el arte como un entretenimiento alimenticio y punto. Si adoras a alguien entras en idolatría y ahí ya te recontra fregaste. No pierdas piso. Cuida siempre tus papeles, tu trabajito, tus amigos, tu comida sencilla, tu carro, tu bus, tu pop corn, los parques, el aire, un helado. Eso es el verdadero arte. Lo demás son excusas variadas para explicar lo mismo.

El artista puede trasmitir todos esos sentimientos –que aparentemente nacen de lo inexistente– en una obra. Para quienes aprecian sabiamente el arte, son esos cuadros que te hacen estremecer, o las canciones que te hacen vibrar o las obras que te ponen la piel de gallina en el teatro, sean de Lloyd Webber o de Juan Gabriel. El arte es simplemente una realidad paralela que da escapes imaginarios. Hay que romper aferradas creencias de cómo es la vida, para que la vida ocurra.

Yendo con mi esposa a dejar a mi hijo de 11 años a unas clases me di con la sorpresa de que había casas muy bonitas alrededor. Es el barrio de Javier Prado con Salaverry, cerca a la panadería San Antonio original. Lo dejamos y nos fuimos a dar vueltas. Por solo una hora de clases no valía la pena regresar hasta nuestra casa. Además quería enseñarle a mi esposa mi pasado. Por ahí vivía mi primera enamorada. No había estado en esas calles por décadas. Tuve una regresión automática a mi estado mental de esos tiempos. El escenario estaba intacto y eso facilitó mi ejercicio de transportación. No me resistí y fuimos al edificio que visitaba de adolescente. Ahora está verde y luce antiguo, pero sigue con ese jardín tan bonito afuera que parece un vivero.

No lo veía de cerca desde 1989. Era casi un niño. No lo podía creer. Me puse a recordar mis expectativas de la vida a los 18 años. Casi lo volví a vivir. Me puse en los zapatos del pasado y recordé, como si fuera una película, que creía que mi banda Arena Hash iba a durar 50 años, que jamás pensé en ser solista, que pensaba casarme después de los 35, que sentía eterna la universidad, que mi papá estaba vivo, que el papá de Arturo Pomar Jr. también, que quería hacer un postgrado en Europa, que Lima era inmensa y desconocida, que Charly García y Miki Gonzales estaban de moda y mil cosas más que cambiaron repentinamente. No podían haber pasado tantos años. Parecía ayer. El mismo ruido de los autos, el mismo viento de esa parte de San Isidro. Me encontré con el Pedro de 18. El tiempo nunca pasa. Empecé a manejar y a acordarme de las veredas que caminaba, de las casas bonitas, de las tiendas. Miro a Cynthia, mi esposa, le doy un beso y siento el amor de mi afortunado presente, a pesar de mis problemas físicos. Luego recojo a Tomás y sus ojos negros me regresan también al futuro actual, a esa felicidad tan distinta que jamás pude diseñar o presentir. La vida es muchos mundos. Nadie me dijo que la vida es tantos mundos. Sobre ellos puedes hacer miles de canciones y novelas. Pero la vida real nunca la podrás escribir, porque fue sabiamente escrita para ti.

Esta columna fue publicada el 07/05/16 en la revista Somos.