Javier Díaz-Albertini

En el presente año se realizarán en unas 50 naciones que –en conjunto– albergan a casi la mitad de la población mundial. Hace dos décadas, esto hubiera sido celebrado como un acontecimiento único, una muestra sobre lo sólida y arraigada que se encuentra la . No obstante, hoy, los comentarios son bastantes sombríos acerca del futuro de los sistemas democráticos.

Y no es solo porque muchas de las elecciones se realizan bajo regímenes claramente autoritarios (Rusia, Bielorrusia, Ruanda, Irán, Bangladesh, Venezuela) que trasgreden las reglas de juego democráticas y amañan el proceso electoral. Lo más preocupante es lo que está pasando en algunas democracias antes consolidadas y especialmente en Estados Unidos, Desde el 2016, el país del norte ha pasado a la categoría de “democracia deficiente” en el índice elaborado por la revista “The Economist”. Las debilidades halladas se concentran en dos categorías: el funcionamiento del gobierno y la cultura política.

El debilitamiento de la democracia estadounidense tiene muchas causas, pero una de las principales es el significativo aumento de la . Desde 1980, EE.UU. se ha convertido en el país desarrollado más desigual, con un coeficiente Gini que ha pasado de 0,34 a 0,41 (según el Banco Mundial). A diferencia de la Unión Europea, que tiene un índice promedio de 0,296. Es tal la concentración de ingresos y riqueza que en el 2005 Citigroup consideró que Estados Unidos se había convertido en una “plutonomía”.

La desigualdad comienza a aumentar con la presidencia de Ronald Reagan (“Reaganomics”); es decir, con la plena vigencia del modelo neoliberal basado en cuestiones como la disminución de impuestos y regulación estatal, acompañado del recorte del gasto social. Como resultado, los ingresos de la clase trabajadora se han estancado o solo han tenido un incremento mesurado. En términos del salario mínimo, el monto real actual es el 40% de lo que era en 1970 y el ingreso promedio solo ha aumentado un tercio de lo que se ha incrementado la productividad. Un típico estadounidense trabaja 300 horas más al año que un alemán.

Por otro lado, el Gobierno Estadounidense ha estado perdiendo la capacidad de redistribuir, un elemento fundamental para generar sociedades menos desiguales. La educación no está cumpliendo adecuadamente su función de movilidad: estudios longitudinales muestran que sigue existiendo una relación fuerte entre los ingresos de los padres y la probabilidad de que los hijos gocen de movilidad intergeneracional (un efecto llamado “la curva Great Gatsby”).

Por ende, la insatisfacción ciudadana hacia sus representantes es muy alta. La aprobación del Congreso Estadounidense ha caído al 13% (Pew Research, octubre del 2023), uno de sus registros más bajos en la historia. Existe un claro distanciamiento entre los representantes y la ciudadanía en varios sentidos (género, etnia, raza), pero es especialmente relevante que la mitad de los parlamentarios estadounidenses son millonarios, una situación que corresponde solo al 6,7% de la población general. La política se ha convertido en una actividad de privilegiados: las campañas electorales para el Parlamento cuestan un promedio de US$2 millones y para el Senado se acercan a los US$13 millones. Los parlamentarios se “deben” a los grandes contribuidores.

Asimismo, el sistema judicial también se aleja del ciudadano común y corriente debido a sus costos y complejidad. Solo los ricos y las grandes corporaciones pueden aprovecharse plenamente del derecho a la defensa y a la “presunción de inocencia”. Un dato: Donald Trump ya gastó US$40 millones en su defensa legal durante la primera mitad del 2023 (Reuters) ¡y no de su plata!

La otra debilidad es la cultura política. Encuestas muestran que, ante la insatisfacción, muchos ciudadanos tienden a ser menos tolerantes e informados, una situación aprovechada por los líderes populistas para presentar una visión maniquea de la realidad y para echarle la culpa de los males a una élite perversa. Se moviliza a la gente bajo una ideología ‘light’ (poco densa y superficial) que no tiene propuestas viables para los verdaderos problemas del país.

Las elecciones democráticas se están convirtiendo en mecanismos para asegurar inmunidad e impunidad (por ejemplo, el caso de Trump). En muchos casos, en ellas participan élites inescrupulosas que han encontrado mecanismos en la democracia formal para mantenerse a salvo de la justicia mientras cometen sus despropósitos y alimentan la corrupción (¿les suena familiar?).

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología