(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Carlos Adrianzén

La próxima parada del ómnibus de la economía peruana parece ser el 28 de julio del 2021. Todo dibuja un camino políticamente accidentado aunque económicamente aburrido. Un viaje sin mayores aspiraciones a tener un crecimiento económico robusto y con una tasa de inflación también fluctuante sobre los tres puntos porcentuales. Y tal vez promedios de déficit externos y fiscales no muy lejanos a ese porcentaje.

Estimados lectores, esta no es una predicción. Resulta tonto hacer una en los actuales tiempos globales enloquecidos y mucho menos sobre una plaza que abandonó –en los hechos– toda pretensión de reforma de mercado, que se hace cada año más cerrada al comercio exterior y que tiene un gobierno (Ejecutivo y Legislativo) que parece añorar las ideas de la desgracia macroeconómica ochentera. De hecho, los afanes –compartidos por los dos aludidos poderes del Estado– de proscribir la minería donde naturalmente opera, resultan una prueba contundente de esta realidad.

Bueno pues, un 3% de crecimiento anual promedio (la apuesta más optimista para muchos) no viene acompañado de una significativa reducción de la pobreza ni de un resurgimiento adicional de la clase media.

Pero eso sí, nos da tela para ponernos un vestido autocomplaciente como uno de los mejores países de la región (de perdedores).

Las razones de esta autocomplacencia tienen que ver con la desconfianza. Una desconfianza casi general, descontando algunos inquilinos de una casa de reposo o algunos vendedores profesionales de ilusiones.

Y es que todos ofrecen destrabar los negocios y las inversiones, pero a diario los entrabamientos florecen.

El Banco Central de Reserva, por ejemplo, atado mentalmente por la quimera de controlar (dizque administrar) el dólar y la inflación al mismo tiempo, ha puesto a la economía en un congelador vía la evolución reciente del crédito al sector privado. Premiados pero –como resulta usual– equivocados.

Por su lado, el Ministerio de Economía y Finanzas sufre de una penosa parálisis explicada tanto por la inflación toledista-humalista de la regulación estatal como por el temor burocrático lógicamente desatado por los escándalos de corrupción de los dos últimos años.

Sobre este último plano cabe reconocer lo terrible o impredecible que resulta ser investigado por las deterioradas autoridades de control y judiciales de estos tiempos.

En medio de estos escándalos, por ejemplo, sacar a la luz el proyecto del aeropuerto de Chinchero puede implicar en los servidores públicos una atención menor que defenderse de acusaciones mediáticas y disparatadas desde diversos flancos del aparato estatal. Cosa parecida podría terminar sucediendo en el proceso de implementación de la llamada reconstrucción con cambios.

Así las cosas, la única iniciativa repetida para reactivar es la de disparar la inversión pública, pequeña fracción de la inversión total que históricamente resulta más fácil de detenerse en medio de los escándalos y censuras de gabinetes. Un observador desaprensivo podría sostener que los burócratas del Ejecutivo anhelan poder (como siempre) para no poder hacer nada relevante o significativo.

Complica este panorama la rezagada evolución de la recaudación tributaria, lo costoso de las emisiones soberanas y las continuas demandas salariales recordándonos aquí la vieja expresión según la cual a los perros flacos se les pegan todas las pulgas.

Dentro de este ambiente, para algunos, el 3% podría lucir exitoso. Pero no nos engañemos, no lo es.