Alianza Popular: ¿pasará la valla?, por Arturo Maldonado
Alianza Popular: ¿pasará la valla?, por Arturo Maldonado
Lourdes Flores Nano

Sinceramente conmovida por la noticia de la muerte de Alan García, resumí mi sentir en la nota que acompañó el arreglo floral remitido como recuerdo: “Fuimos rivales y aliados; pero, sobre todo, aprendimos a ser amigos. Descansa en paz”. La frase no me pertenece; la adapté de un hermoso discurso de Mario Polar en el Senado pronunciado el 1 de setiembre de 1988, que aparece en la recopilación realizada por el Fondo Editorial del Congreso.

Fuimos, en efecto, rivales. Mi carrera política, como la de algunos otros de mi generación, surgió en la oposición a su primer desastroso gobierno y, en mi caso concreto, en el público enfrentamiento a la pretensión de estatizar la banca en 1987. Electa diputada fui parte de la Comisión Olivera que lo investigó y sustenté ante el Senado, en representación de la Cámara de Diputados, la acusación por enriquecimiento ilícito. En los avatares de aquellas jornadas hubo agravios y ofensas recíprocas, propios de la pasión que acompaña la vida política.

Volvimos a enfrentarnos en las campañas del 2001 y el 2006 y en ambas me cerró el paso a la segunda vuelta, corriendo desde atrás y superándome por escaso margen. Se cruzó en el camino, como él mismo solía decir, y no negaré hoy que me quitó el sueño de ser presidenta en el 2006, luego de un esforzado y largo empeño. Pero fue el triunfador y, aunque en mi despedida lanzara alguna duda sobre mi derrota, nunca discutí su legitimidad y siempre respeté su autoridad como gobernante. Y es que esos no son solo usos de la guerra, sino regla fundamental de la democracia: vencer y ser vencido.

Inició su segundo mandato evocando a Piérola y afirmando la urgencia de la rectificación y la reivindicación personal. Fuimos una oposición leal; criticamos con sinceridad y colaboramos con igual franqueza en todo aquello que consolidara el cambio de dirección que el gobernante había impreso. Dijo Luis Bedoya Reyes, con acierto, en este diario: “Alan ha madurado, pero el Apra no”. Por ello, su recurrencia a personalidades independientes y de prestigio en el Gabinete, fue una corrección frente a los criticados “secretarios” de la primera administración. Pero también la sensatez de primeros ministros como Del Castillo o Velásquez Quesquén o el profesionalismo de Rosario Fernández, no pueden ser soslayados.

Solo una inaceptable mezquindad impediría no reconocer que la rectificación y madurez personales dieron sus frutos. Acompañando un buen tiempo del precio de nuestros minerales, el país llegó a crecer al 9% (superando nuestro criticado pronóstico del 7% en la campaña electoral), se desarrolló una vasta obra pública y se colocó al país en la senda internacional de la Alianza del Pacífico, enterrando para siempre el empeño tercermundista de la década del 80 y venciendo la pretensión chavista de hacer del Perú uno de sus serviles satélites.

En ese norte de correcta orientación, la relación política se tornó más distendida e, incluso, permitió gratos encuentros partidarios, en cenas en Palacio de Gobierno y en mi propia casa, con presencia de dirigentes del Apra y del PPC, caracterizadas por un diálogo sincero y un genuino compromiso democrático.

Fuimos aliados en la Alianza Popular del 2016, que resultó un proyecto incomprendido y un fracaso electoral. El proyecto fue consecuencia de una relación que durante el año precedente a las elecciones fue labrándose lentamente y sin meta definida. Primero encuentros sociales, caracterizados por el diálogo ameno en torno a una mesa, con un conversador nato y un interlocutor encantador. Vino luego la concreción de un entendimiento y la incertidumbre de su aprobación, particularmente por las divisiones que la propuesta generó en mi partido. No estaba en mis planes integrar la fórmula, pero, finalmente, en diálogo privado con Alan lo acepté, valorando sus reflexiones y siendo consecuente con una opción que impulsé y en la que creí. Quienes lo conocían bien, sostienen que no fue su campaña más entusiasta. Sostenía, con optimismo, que, como antes, vendrían mejores resultados en la recta final. Aporté a ese esfuerzo dedicación y empeño, pero, ciertamente, no la cuota electoral que me correspondía. Nuestros tradicionales votantes fueron duros críticos y hasta jueces implacables. Conocí de la mística aprista y en más de una ocasión, como Alan lo resaltaba, recordé el deber institucional de preservar los partidos como base de la democracia, repitiendo esa frase que ha retumbado en días pasados: “el Apra nunca muere”.

He rememorado muy especialmente uno de nuestros últimos diálogos, porque hizo referencia a cómo imaginaba su funeral, siempre unido al destino del Apra y obsesionado, como ha señalado su leal colaborador Ricardo Pinedo, con tener un lugar en la historia. Entonces guardé silencio y sonreí. No creo que haya tenido la muerte deseada, aunque la haya decidido en un acto de libertad, y sin duda esta ha sido temprana. Pero el homenaje final multitudinario, fervoroso y militante de los suyos, el respeto de muchas personalidades nacionales y las sinceras expresiones de amor y de dolor de su familia, están muy próximas al relato que recibí.

Finalmente, fuimos amigos. Por eso, he sentido su muerte. En silencio, gracias a Dios, he podido despedirme, cristianamente, con una oración. Mario Polar tenía toda la razón: al final de la vida de los políticos, es muy grato poder decir que también “aprendimos a ser amigos”.