"Alan solía decir que la vigencia de los políticos peruanos oscilaba entre los 30 y 40 años". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Alan solía decir que la vigencia de los políticos peruanos oscilaba entre los 30 y 40 años". (Ilustración: Giovanni Tazza)

La muerte. No es habitual el suicidio de un presidente de la República. Es la primera vez que ocurre en el Perú y en América Latina solo tres lo cometieron, José Manuel Balmaceda en el Chile del siglo XIX, Getulio Vargas del Brasil y Salvador Allende en Chile, ambos en la segunda mitad del siglo pasado. ¿Qué hay en común en esta decisión que es un recurso a la mayor libertad que pueda tener un ser humano? La profunda convicción, como dice el filósofo escocés Hume, de que el suicidio es consistente con un sentido del deber que tenemos con nosotros mismos.

Yo añadiría las palabras que François Mitterrand pronunció debido al suicidio de su primer ministro Pierre Bérégovoy: “Es un drama donde se mezclan la grandeza de aquel que ha escogido su destino y la desesperanza de sufrir la injusticia de no ser escuchado…”. El breve testamento que leyó una de las hijas de Alan en el funeral de Alfonso Ugarte testimonia su desconsuelo.

Alan no está solo en ese pensar; Michael de Montaigne, a quien había leído, escribía: “Que la muerte es preferible a la vida cuando de esta se esperan más desdichas que alegrías [...] conservar la existencia para sufrir tormentos es ir contra los preceptos mismos de la naturaleza”.

Hay, pues, una dignidad y, me atrevo a decir, cierta belleza de tragedia antigua clásica en este gesto de suprema libertad en el “que se prefiere morir a sufrir la afrenta de la duda y del deshonor”.

La vida en 35 años. Alan solía decir que la vigencia de los políticos peruanos oscilaba entre los 30 y 40 años. Víctor Raúl Haya de la Torre del 31 al 68 (su presidencia de la Constituyente fue más que nada un homenaje). Fernando Belaunde del 56 al 85 y Alan mismo en 1984, cuando se perfilaba como presidente, hasta el 2019.

35 años tenía Alan cuando fue elegido presidente. 35 años después, siendo aún referente en la política peruana desaparece. Cifra, si no cabalística, al menos precisa en su coincidencia.

Llegó a Palacio generando un estado de ánimo, euforia e ilusión. Diría aun más, de desconcierto ante esa suerte de explosión de juventud poderosa, ardiente imaginación y decidida audacia. Líder tan inteligente como carismático, sedujo aquí y fuera de nuestras fronteras. Las primeras medidas que tomó, en un contexto de crisis como el de la deuda latinoamericana, suscitaron asombro o admiración.

Pasaron otros 35 años después de esa irrupción política en gloria y calor popular colmando los titulares de los medios de nuestro país y del extranjero antes de que optase dejarnos de la misma manera, con el estruendo y la pasión de una personalidad exuberante que hizo del verbo su mejor arma.

En ese tránsito conoció de cimas y hondonadas, como los valles interandinos que bien conocía. De persecuciones, pero también de segundas oportunidades que él no dejó pasar. Porque en todo ese trayecto vital de 35 años, lo claro era que Alan tenía un profundo sentido de la historia y del destino, dos ejes entre los que se movía con sus sueños y ambiciones.

No fue Alan un político ordinario. Talentoso y culto, tenía una genuina vocación de estadista. Ese talento, su mirada aguda sobre los acontecimientos mundiales y su fino instinto estratégico, le permitieron reinventarse y convertirse en el gran presidente que fue en su segundo gobierno.

El esfuerzo deliberado de esos años fue coronado por el éxito. Nunca habíamos crecido tanto, nunca se redujo la pobreza en tan grandes proporciones, ni la anemia infantil o la mortalidad materno-infantil. Nunca se llegó a tantos pueblos remotos con luz o fue tan extensiva la red de agua y alcantarillado.

De esos años de los que fui privilegiado testigo, quisiera dejar testimonio de su talante democrático. En cada sesión del Consejo de Ministros, la primera hora estaba dedicada al análisis de la coyuntura política, en la que Alan siempre repetía que el opositor no era un enemigo. “Ellos quieren estar aquí y es una legítima aspiración.  Sepamos derrotarlos”. Importante también era su sentido institucional; la política general la trazaba con el primer ministro de turno, si había crisis convocaba a la dirección del partido para luego ir al consejo y tercero, a nosotros los independientes –que éramos mayoría del Gabinete– nos recordaba con el Enrique IV de Shakespeare el honor de servir al país.

Final personal. Se suponía que su último viaje a Lima era rutinario. Se trataba de la citación número 49 a la que venía como testigo para regresar luego a Madrid. Semanas después, en Lima, me confesó que le habían tendido una celada. “No me la volverán a hacer. No permitiré que me humillen para la alegría de mis enemigos”.

Hace apenas un mes lo tuve en mi cumpleaños. Al despedirse me dio un muy largo abrazo, como intuyendo que ese era nuestro último encuentro.

Pensando en lo trágico de su muerte, me vinieron a la cabeza los versos del gran Rubén Darío, a quien ambos admirábamos con devoción: “Que tu sepulcro cubra de flores primavera”.