La muerte de un grande, por José Antonio García Belaunde
La muerte de un grande, por José Antonio García Belaunde
Redacción EC

JOSÉ ANTONIO GARCÍA BELAUNDE

Ex canciller de la República

Ahora que ha muerto todos recuerdan aquel 23 de febrero de 1981 cuando el esperpéntico teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero ingresó al Congreso de los Diputados de España, con 200 otros guardias civiles y a balazos ordenó a todos echarse en el piso. Suárez, entonces presidente saliente del gobierno, el general Gutiérrez Mellado su vicepresidente y Santiago Carrillo, histórico líder del partido comunista permanecieron sentados. Valor y entereza de los tres, sí, pero no solo ello. Se habían jugado por entero en esos años difíciles, dejaron atrás historias propias, heridas profundas e ideologías, todo para lograr una transición ejemplar. Se la jugaron nuevamente para demostrar que el gran pacto democrático estaba construido para el futuro y no para mirar, menos aún para volver, al pasado

Y bien es verdad que nada fue fácil. Se imaginaban los franquistas que el caudillo dejaba “atada bien atada” su herencia autoritaria y corporativa. El había escogido al rey, casi, casi respetando la línea de sucesión monárquica (en realidad le hubiera correspondido al padre de Juan Carlos, pero era visto demasiado liberal o demócrata o ambas cosas), tenía un Consejo del Reino que maniataba al rey y una representación parlamentaria que estaba para cumplir con la constitución de

Tres hombres fueron providenciales, los tres insospechables para el antiguo régimen: el rey, Torcuato Fernández Miranda, preceptor del rey y profesor de Derecho, y Adolfo Suárez, apenas un joven político ministro en una cartera de poco brillo. Fernández Miranda definió las grandes líneas para salir de la dictadura, el rey las hizo suya y le encargó a Suárez para que las ejecute.

No pudo encontrar mejor y más refinado operador político. Coherente desde el principio en su discurso hacia el consenso y la tolerancia. Suárez fue abriendo uno por uno los candados de la vida política española: amnistía para presos políticos, legalización de los partidos, convocatoria a elecciones, la legalización del  partido comunista (sin duda la medida más conflictiva). Todo fue hecho de manera ordenada, pero mirado en perspectiva histórica, todo se hizo con mucha prisa como para evitar que dilaciones hicieran abortar el proyecto. España vivió, en esos días, mucha historia en muy poco tiempo.

Tanto cambio no puede producir sino reacción en los extremos. El franquismo y el estamento militar estaban agitados, no podían creer que ese orden de 37 años que impuso la victoria, pudiese venirse abajo. Los grupo paramilitares de extrema izquierda y nacionalistas como la Grapo y la actuaban con más agresividad. En ese ambiente avanzaba Suárez, pero también se debilitaba. Intentos de golpe, ruidos de sable, y erosionado el apoyo que los llamados barones de la heterogénea alianza que había articulado, la Unión de Centro Democrático, hicieron que planteara su renuncia. Ese 23 de febrero se iba, tan solo como quedó ante los golpistas. Había llevado a España a la tierra de promisión. Para ello había desplegado talento, sagacidad, carisma. Logró no solo esa transición impecable para su país, nos sirvió de modelo en América Latina, cuyas dictaduras empezaban a replegarse por aquella época. No fue casual que viniese a Lima para la toma de posición de en 1980.

Supongo que antes de que lo alcanzara el Alzheimer supo que había entrado a la historia y aunque no lo eligiesen más ya estaba en el corazón de esa nueva España que él columbró como estadista.