"Las 800 páginas de la novela (sí, 800) se sostienen sobre esta intriga. Intriga espuria, claro, pues sabemos que Atahualpa fue asesinado sin intento de liberarlo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Las 800 páginas de la novela (sí, 800) se sostienen sobre esta intriga. Intriga espuria, claro, pues sabemos que Atahualpa fue asesinado sin intento de liberarlo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alberto Vergara

No sé si “El espía del inca” de Rafael Dumett (Lluvia editores, 2018) sea la mejor novela peruana de lo que va del siglo, pero sí creo que si los peruanos debiéramos leer una sola novela peruana publicada en estas dos últimas décadas sería esa. El autor ha construido un relato detectivesco con una ambición histórica de tal envergadura que podría haber sido chamuscado por el fuego de semejante pretensión. Pero sale airoso. Nos regala un novelón de aventuras que, además, en estos tiempos de entretenimiento sin más, es una invitación a revisitar la historia del país.

Noviembre de 1532: Atahualpa ha sido capturado por unos enigmáticos barbudos llegados a Cajamarca sobre llamas gigantes, con pieles de metal que impiden que flechas y pedradas los hieran y premunidos de un cilindro que contiene al mismísimo dios Illapa que dispara rayos destructores. El mundo se ha puesto de cabeza. Salango, un retirado servidor del imperio, recibe la orden de averiguar quiénes son los forasteros y de liberar al inca. Es el comienzo clásico de la novela negra: una intriga inicial, un héroe avezado y reflexivo, y una cascada de aventuras por sobrevivir.

En contacto con las tropas de Atahualpa apostadas alrededor de Cajamarca al mando del general Cusi Yupanqui (siempre intoxicado de coca), Salango logra hacerse pasar por el recogedor del inca, el siervo que lo acompaña levantando todo lo que este deja caer. Así Salango se inmiscuye en el sitio mismo del cautiverio de Atahualpa, espía a Dunfran Cisco y compañía, traba amistad con el traductor Firi Pillu y urde un plan para liberar al “único dios de los cuatro caminos”.

Las 800 páginas de la novela (sí, 800) se sostienen sobre esta intriga. Intriga espuria, claro, pues sabemos que Atahualpa fue asesinado sin intento de liberarlo. Aun así, Dumett nos cautiva con la historia. Y, sobre todo, con la Historia.

La fórmula detectivesca es, en realidad, una argucia para sumergirnos en el universo inca y el de la conquista (y algo de preínca). La novela puede leerse como la biografía de Salango. En los capítulos impares narra las aventuras ligadas a la liberación de Atahualpa y en los pares viajamos al pasado y descubrimos que la vida del espía ha sido sacudida por terremotos políticos, militares y culturales que lo han llevado a responder a distintos nombres: Yunpacha, Oscollo, Salango y, en el ocaso, Pablo. Así, junto a las aventuras del héroe, el libro relata las aventuras de una civilización. “El espía del inca” posee una ambición intelectual de otra época. Si las novelas son la historia privada de las naciones (Balzac), esta es la historia privada de una civilización. La novela parece la transcripción de un largo chuponeo al incario. Salango es el espía del inca, pero Dumett es el espía del incanato. La investigación realizada por el autor es extraordinaria y nos permite fisgonear los trapitos sucios de una civilización portentosa.

Al avanzar en la novela uno se ve obligado a pensar la trayectoria larga del país. Un territorio siempre difícil de organizar. Un país, como afirmó Moisés Lemlij, “de ocasionales centralizaciones y fragmentaciones eternas”. Si otras civilizaciones pueden narrarse desde un centro histórico, nuestro itinerario aparece marcado por centros alternos que nacen y decaen. Los incas aparecen en el Cusco y se expanden rápidamente luego de siglos en que los Andes habían sido poblados por comunidades dispersas. Chancas, Lucanas, Chachapoyas y un sinfín de etnias que dan vida a los relatos del espía del inca, son sometidas en pocas décadas a un orden central inédito desde Tiahuanaco y Huari, varios siglos antes.

En un capítulo particularmente bello, el espía –cuando no era aún Salango sino Oscollo, un tucuyricoc que recorre el imperio cobrando impuestos y recabando información–, regresa a su tierra natal Chanca. Estos habían sido vencidos por los incas (entre otras cosas porque los pueblos Soras y Lucanas sometidos por los chancas aprovecharon la guerra para liberarse: la novela es un desenfrenado todos contra todos). Una noche, la madre lo lleva a una ceremonia clandestina donde los chancas, lejos de ser la diurna etnia sumisa, son una irredenta comunidad que reivindica sus tradiciones, que rememora su victoria frente a los Huari y ventila versiones alternativas a la historia oficial inca. El funcionario queda conmovido, pero finalmente actúa como burócrata y embarga los quipus que conservan esas historias. Esta novela es también una reflexión sobre cómo se cuenta la historia, quién la escribe y quién la borra. Junto al espía el otro gran personaje es el quipu y el poder de sus nudos.

Entonces, a través de Salango, y decenas de otros personajes (muchos vivaces, otros planos), se explora el despliegue del incanato. Y llegan los barbudos. La colisión de dos civilizaciones. Con sus dioses, con su visión del universo. Pero no es solo un asunto de culturas inconmensurables. También es cuestión de organización y violencia, lealtades, miedos y estrategias. Los pueblos sometidos por los incas “observan a los barbudos como a nubes negras después de una larga sequía”. Generales que han peleado con Huáscar y Atahualpa, ahora celebran el fin del inca. La ambición y la traición son moneda corriente. Dumett no edulcora a sus personajes, ni nos presenta a unos incas exóticos. Ni buenos ni malos: actores frente a la incertidumbre. Atahualpa es un preso catatónico, ajeno al de la leyenda popular. La violencia que se endilgan los de Huáscar y los de Atahualpa es brutal. La que reciben de los españoles también. Y estruja el alma ver a los barbudos fundir toneladas de oro y plata trabajadas por generaciones.

La novela nos obliga a reflexionar, entonces, sobre las capas de “peruanidad” que se han acumulado, anulado y fusionado en estos siglos. En esta temporada en la cual hablamos de la república y su bicentenario, el relato nos emplaza a pensar cómo se anuda esto a lo previo: la política reciente a la cultura y geografía de siempre. Los nombres de los lugares donde discurren las aventuras, los apellidos de sus personajes –españoles o autóctonos– el paisaje moral y físico que recorren, todo exhala un hermoso aire de familia.

Y mientras leo, Carlos Bruce desdeña al presidente Vizcarra pues solo habría ingresado a la plancha presidencial de Kuczynski por exceso de blancos. Truenan ecos de este libro donde la desigualdad brota casi sola de nuestro suelo: panacas reales y panacas ficticias, incas de sangre y “perros” incas de privilegio, y luego españoles dirimiendo quién merece ser tratado como esto o lo otro… La república enunció la igualdad, pero aquí nada se ha practicado más que la segregación. ¿Y Melissa Dell, economista en Harvard, no ha mostrado el efecto pernicioso de la mita sobre nuestra pobreza hoy?

La novela, desde luego, tiene problemas. Hay pasajes desvinculados de la intriga principal que se alargan hasta poner a prueba la paciencia del lector; abundan expresiones repetitivas (por ejemplo, cada colérico lanza escupitajos que aterrizan cerca del pie rival; cuando un personaje masculino va a tener relaciones sexuales “la tuna se le despierta y se convierte en estaca”). Un buen editor hubiera convertido “El espía del inca” en una joya. Pero nada de esto disminuye su importancia. Un canto de peruanidad. Lo que se estructuró y desestructuró en un breve instante histórico sigue latiendo. De allá venimos. Dumett nos regala el túnel del tiempo para ir a imaginarlo.