Imagen de Wilhelm Brasse, quien sobrevivió a Auschwitz por su oficio como fotógrafo. [Foto: AP]
Imagen de Wilhelm Brasse, quien sobrevivió a Auschwitz por su oficio como fotógrafo. [Foto: AP]



Es 1946. Tiene cerca de 30 años y quiere seguir dedicándose a la fotografía. O, mejor dicho, convertir por fin sus fotos en un trabajo grato. Toma la cámara nuevamente, hace el intento, hace varios intentos, pero entre flash y flash, esos rostros siguen apareciendo frente a sus ojos. Los ojos llorosos, las miradas desesperadas, ceños y arrugas tomando forma en ese mismo momento como gestos postreros de hombres, mujeres y niños que quedaron inmortalizados poco antes de morir. Todos desaliñados, con trajes a rayas y una estrella de David cosida del lado del corazón.

Aparecen ellos ante sus ojos y aparece también el instante en que les tomó esas fotos como si lo viviera de nuevo: ahí están miles de judíos de distintas nacionalidades europeas, registrando su llegada al campo de concentración de Auschwitz, posando ante su lente sin entender bien qué sucede. El hedor, el hacinamiento, el dolor denso y angustiante, la violencia de una etnia feroz que intenta eliminar a otras. Todo aparece cada vez que parpadean los flashes tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Por eso, Wilhelm Brasse, nacido en Polonia el 3 de diciembre de 1917, prisionero 3444 en Auschwitz, tuvo que dejar de tomar fotos en la posguerra y dedicarse a otra cosa: cuatro años como fotógrafo oficial del Holocausto dejaron en él heridas que nunca curaría.

Fue una labor emocionalmente dolorosa, pero fundamental para probar que ahí, tras la frase “Arbeit Macht Frei” (“El trabajo libera”), colocada en lo alto de una reja como lema del campo, había una masacre diaria de judíos, gitanos, disidentes, eslavos, partisanos, testigos de Jehová, discapacitados, homosexuales, masones y otras minorías. Los utilizaban como esclavos o conejillos de indias; o los enviaban directamente a las cámaras de gas. A todos tuvo que fotografiarlos Brasse. De la mayoría de ellos, esas imágenes fueron lo único que quedó sobre la tierra.

                                    —La última función—
Un hombre recién separado de su familia. Una mujer despojada de toda dignidad. Una niña que no tiene ni idea de lo que va a sucederle cuando al terminar la foto la llamen a las duchas. Un grupo de chicos gitanos desarrapados a la fuerza. Otro grupo maltratado y esquelético. Un anciano con un moretón en los ojos que intenta, sin embargo, poner su mejor rostro. Otra señora aprieta los labios, pasa saliva, presiente que todo acabó. Muchos lo miran, mientras toma las fotos, como preguntándole: “¿Y ahora? ¿Qué sigue? ¿Qué nos va a pasar?”. Pocos podían suponer que el registro que les estaba realizando Brasse en aquel momento era un trámite más como entregar las pertenencias, alejarse de quienes aman, ser humillados y rapados, obligados a usar el uniforme a rayas o ser marcados en la piel de por vida con un número en tinta Pelikan. Menos aun imaginarían que, al entrar a las duchas, solo recibirían dosis letales de Zyklon B que los conducirían a una muerte terrible, para gozo de los psicópatas nazis que defendían la llamada “Endlösung der Judenfrage”, la “solución final”.

Imágenes como las captadas por Wilhelm Brasse —o por el español Francisco Boix, quien fotografió a los prisioneros de Mauthausen— fueron usadas luego en numerosos juicios para demostrar que este macabro plan no era solo una idea demente más concebida por Hitler, Himmler o Eichmann, sino una sórdida rutina cumplida con puntualidad y exactitud por cientos de oficiales de las SS. Basta mencionar que muchos participaban con entusiasmo —según testimonio del médico nazi Johann Paul Kremer— solo por ganarse una ración especial: un quinto de litro de alcohol, cinco cigarrillos, cien gramos de salchichón y pan.

                                        —Testigo a la fuerza—
Brasse, hijo de austriaco y polaca, había estudiado fotografía en Katowice, pero tuvo que dejar de lado las cámaras para tomar las armas y defender Polonia ante la invasión alemana. Capturado por los nazis en 1940 y conocido su origen austríaco, se le pidió jurarle fidelidad al Führer y unirse al Ejército alemán, pero Brasse tomó una decisión valiente que marcó su destino: se negó. Como resultado, fue enviado al campo de concentración de Auschwitz. Por sus conocimientos de fotografía, fue obligado a trabajar en el registro de las casi un millón de personas que llegaron ahí en los cuatro años que estuvo. Pero no fue su única labor.

El monstruoso Jozef Mengele le encargó retratar también los experimentos genéticos a los que eran sometidos los prisioneros, reducidos a ratones de laboratorio sin el más mínimo derecho humano. Cuando el 27 de enero de 1945, el Ejército Rojo liberó el campo, encontró solo cerca de 7.500 prisioneros vivos. Más de un millón y medio de personas perecieron allí. Brasse calculó haber hecho unas 200 mil fotos, aunque solo logró salvar 40 mil. Nunca pudo volver a dedicarse a la fotografía. “Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”, dijo alguna vez Robert Capa. A Brasse le pesó el resto de su vida —que finalizó el 23 de octubre del 2012, a los 94 años— haber tenido la obligación de acercarse tanto.

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