Alan García gobernó el Perú en dos períodos. (El Comercio)
Alan García gobernó el Perú en dos períodos. (El Comercio)
Juan Luis Orrego

A las 8:30 de la mañana del 24 de agosto de 1954 se oyó un disparo en el Palacio de Catete de Rio de Janeiro, la entonces sede del gobierno brasileño: el presidente Getulio Vargas se había disparado una bala al corazón. Acusado por sus opositores de corrupción, percibiendo la amenaza golpista, y cumpliendo la promesa de que sólo muerto se rendiría, el político más controvertido de Brasil en el siglo XX había tomado el camino del suicidio.

Inmediatamente, se divulgó una carta de Vargas en la que culpaba a sus enemigos de su trágica decisión. Los acusó de perturbar al país con sus calumnias y que eran aliados del capitalismo internacional, contrario a su programa social en favor de los trabajadores. Su populismo no podía tolerar tal arremetida. Con su balazo daba “el primer paso a la eternidad” y “salía de la vida para entrar en la historia”. Bien valía por su pueblo el supremo sacrificio. Sus exequias fueron un gran montaje melodramático: los amigos del caudillo inmolado lloraron junto a su cadáver y la nación “conmovida”, en medio de disturbios, se puso al lado del fundador del Estado Novo.

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Hasta el 17 de abril de este año, los peruanos no habíamos vivido un trance parecido al que tuvieron que sobrellevar los brasileños hace 65 años. Es cierto que a lo largo de nuestra trayectoria republicana hubo mandatarios que terminaron sus días en forma violenta o dolorosa (Manuel Pardo, Augusto B. Leguía o Luis M. Sánchez Cerro, por ejemplo.), pero ninguno comparable a la decisión extrema de Alan García. ¿Cómo el único presidente electo dos veces por votación popular y con dos mandatos completos en dos siglos distintos ha preferido quitarse la vida antes de enfrentarse a la justicia?

La corrupción es una enfermedad republicana que ha impedido el progreso de América Latina. Una de sus formas más extendidas es la concesión de obras públicas, que siguen casi con el mismo esquema de sobornos o pago de favores que se remonta al siglo XIX. En el Perú, desde el concurso para la construcción del ferrocarril Lima-Callao, en 1851, nuestra primera gran obra de infraestructura, se evidenciaron las prebendas en favor de los allegados al presidente de entonces, Ramón Castilla. Este patrón siguió funcionando —con algunos añadidos— hasta ahora, cuando nos estalla la trama de Odebrecht, acaso el peor golpe que se recuerde a nuestra clase política.

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¿Qué distingue este momento con otros en los que también hubo grandes negociados como los ocurrieron durante la bonanza guanera, antes de la Guerra del Pacífico, o en el siglo XX, tanto en gobiernos civiles o militares, dictaduras o democracias? ¿Por qué ahora es casi imposible un pacto de impunidad entre políticos y empresarios, asesorados por hábiles abogados, cierta prensa y algunos magistrados del Poder Judicial en pasar por alto, entorpecer o burlar las investigaciones por corrupción?

El panorama ahora es distinto. Las nuevas tecnologías permiten un mayor acceso a la información y cualquier revelación periodística o judicial resuena inmediatamente en los medios y las redes sociales. La exposición es feroz, cruel, desnuda al implicado y daña su entorno familiar. Asimismo, hoy contamos con otra generación de jueces y fiscales, sin hipotecas partidarias, que hace su trabajo en medio de las presiones del establishment y las limitaciones del sistema de justicia. Por último, y esto sí es inédito, ahora el huracán viene de fuera, desde Brasil, escenario imposible de atajar por los implicados en la sofisticada red de sobornos que practicaron las empresas del caso Lava Jato.

El vendaval ha cargado con buena parte de nuestra clase política, empezando por todos los expresidentes de este siglo.

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En Brasil, la fuerza política de Getulio Vargas aumentó con el suicidio. En años recientes, el cuestionado Partido de los Trabajadores lo ha querido reivindicar, comparando el encarcelamiento de Lula con el “sacrificio” de Vargas. Es improbable que ocurra algo parecido con Alan García. Será muy duro para el APRA sobreponerse al trauma de su partida y reinventarse, pero más dramático sería para el país que se abandone o deslegitime la lucha contra la corrupción que, a pesar de sus imperfecciones, ya es un referente en América Latina. Aguardemos que con este fatal episodio quede también liquidada la vieja forma de ejercer el poder. La política está obligada a regenerase, y así fortalecer nuestro proyecto republicano en vísperas del Bicentenario.

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