La Lima de hoy enfrenta el reto de ser sostenible para encarar el futuro. [Foto: Alessandro Currarino]
La Lima de hoy enfrenta el reto de ser sostenible para encarar el futuro. [Foto: Alessandro Currarino]
Juan Luis Orrego

Lima y Bogotá eligen a su alcalde metropolitano cada cuatro años. Pero, mientras en la capital colombiana el nuevo burgomaestre nombra a los alcaldes de las 20 localidades en la que está dividida la ciudad, formando un solo equipo de gobierno, aquí los limeños deben votar, además, por 43 alcaldes distritales, condenando a la otrora Ciudad de los Reyes a la parálisis, incapaz de darle calidad de vida a sus vecinos, y de alejarla de aquella aspiración de ‘ciudad inteligente’. ¿Cómo es que llegamos a este callejón sin salida?

                  —Construyendo la ciudad feudal—
A mediados del siglo XIX, el territorio que hoy ocupa Lima metropolitana, unos tres mil kilómetros cuadrados, no difería tanto al que el libertador San Martín encontró en 1820 cuando conoció nuestra ciudad y sus alrededores. El damero de Pizarro seguía rodeado por la muralla del virrey duque de la Palata, y sus extramuros estaban dominados por un colorido panorama agrícola donde, gracias a las canalizaciones de los ríos Rímac, Chillón y Lurín, florecían haciendas y fundos, salpicados por huacas prehispánicas hoy desaparecidas (Limatambo) o mutiladas (Maranga o Armatambo); asimismo, albergaba barrios populosos como Abajo el Puente (Rímac) y pueblos que surgieron de las antiguas reducciones de indios (Santa María Magdalena, San Miguel de Miraflores o Santiago de Surco); finalmente, asomaban el puerto de Ancón, alternativo al Callao, y algunas caletas de pescadores como San Pedro de Chorrillos.

Sobre ese paisaje, Ramón Castilla decretó, el 2 de enero de 1857, la fundación de diez municipalidades: Lima (el Cercado), Magdalena (Pueblo Libre), Miraflores, Chorrillos, Surco, Lurín, Pachacamac, Ate, Lurigancho (unido a Chosica en 1894) y Carabayllo. Antes de culminar el siglo XIX, cuando ya se había demolido la vieja muralla, se añadieron Ancón (1874), Barranco (1874) y Magdalena del Mar (1898). Cuatro líneas de ferrocarril, que culminaban en Magdalena, Chorrillos, Lurín y Ancón, unían a estos distritos, suburbios en realidad, con el Centro de Lima.

El siglo XX trajo una incontrolable fiebre por crear distritos por múltiples razones o intereses. Un recurso frecuente fue la desatención que sentía una población de su gobierno municipal, ya sea por estar ‘alejada’ o por tener un perfil urbano o socioeconómico distinto a la cabeza de distrito. Otro fue el deseo del gobierno de turno de darle al futuro distrito un carácter definido por su lugar en la producción o la escala social: obreros/industriales o mesocráticos/residenciales. También hubo la aspiración de consolidar urbanizaciones para el recreo o el descanso, la segunda casa para la nueva clase media. Entre 1920 y 1960, en la Lima criolla —que se creía occidental—, ningún distrito se creó de la nada. Cada uno tenía trazo urbano y población previos, con sus propios dramas y aspiraciones, y que los políticos no tardaron en satisfacer.

El gobierno de Leguía creó San Miguel (1920) para independizarlo de Pueblo Libre. Rímac y La Victoria (ambos en 1921) aparecieron como distritos obreros e industriales, símbolos de una Lima moderna y capitalista. Nació también Puente Piedra (1927) debido a un conflicto de tierras que no podía solucionar el ‘alejado’ Carabayllo. Luego vinieron los clásicos distritos mesocráticos para que la clase media pudiera abandonar el centro y vivir en modernos chalets de estilo norteamericano o neocolonial: San Isidro (desagregado de Miraflores en 1931), Lince (1936) y Breña (1949). Caso singular fue el de Surquillo (1949), al que Miraflores dejó ir para sacudirse de una realidad ajena a sus preocupaciones.

La necesidad de una casa de campo para huir del cielo limeño hizo aparecer Chaclacayo (1940). Pucusana (1943), San Bartolo (1946), Punta Hermosa (1954), Punta Negra (1954) y Santa María del Mar (1962) fueron los balnearios para los que decidieron escapar al sur de Lima; y los que no alcanzaron sitio en el aristocrático Ancón fundaron Santa Rosa (1962). Años más tarde apareció Cieneguilla (1970) para los que compraron terrenos en aquella zona del valle de Lurín.

Pero frente a esa Lima planificada, pretendidamente formal, surgió la otra, la que terminó devorándola, la que emergió en la periferia bajo el alud de la migración a partir de los años cincuenta. La ciudad de las invasiones, de los mercadillos, de la vivienda precaria y de la economía informal. En esta Lima del “desborde popular” aparecieron San Martín de Porres (1950), Villa María del Triunfo (1961), Comas (1961), Independencia (1964), San Juan de Miraflores (1965), El Agustino (1965), San Luis (1968), Villa El Salvador (1983), Santa Anita (1989) y Los Olivos (1989). Excepción a esta coyuntura fue la ‘aspiracional’ San Borja, que se desmarcó de Surquillo en 1983.

                              — Democracia disfuncional —
El desgobierno de Lima se explica, en gran medida, por un sistema electoral mal diseñado, en el que cada alcalde tiene poderes casi absolutos sobre su distrito; basta revisar la Ley de Elecciones Municipales vigente para advertir su dominio casi feudal. Esto sin considerar los 43 consejos de regidores (hay unos 500, considerando a los metropolitanos y distritales) que se reúnen por lo menos dos veces al mes para dictar todo tipo de ordenanzas que afectan la vida de los vecinos. Un total despropósito si consideramos que en Lima rigen 43 presupuestos e igual número de sistemas de cobro de tributos, baja policía, serenazgo, áreas verdes o promoción cultural (esto último, si es que lo hay).

Si añadimos que la gobernanza limeña está secuestrada por autoridades ajenas a la meritocracia, impulsoras de un sistema de captura de rentas en el que prima el interés particular, el panorama es desesperanzador. Alcaldes y regidores, con algunas excepciones, se han convertido en socios estratégicos del negocio inmobiliario, así como en gestores de infraestructuras inútiles a costa del aporte vecinal. No es un secreto que los planes urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones. ¿Lima ha tenido o tiene estudios estratégicos a largo plazo? Sí, pero están intencionalmente archivados en el palacio municipal del Portal de Botoneros.

Cada cuatro años los limeños renovamos este callejón sin salida, y así, sin rumbo, llegaremos al bicentenario. Qué diferencia con el centenario, cuando hubo un concepto claro de ciudad. Debemos reinventar el sistema de gobierno de Lima si queremos, por ejemplo, que llegue en otras condiciones al 2035, año del quinto centenario de su fundación española.

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