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Boca vs. River: la celebración más grande del mundo contada por dentro
ÁNGEL HUGO PILARES

Nunca he visto locos más alegres. Era una turba de 30 o 40 personas con los rostros golpeados de una clase trabajadora que ve cómo cada día sube el dólar y protesta, un día sí, un día no, cortando calles y avenidas cerca de la Casa Rosada. Fueron esos mismos hombres y mujeres enfundados en camisetas azul y oro los que abordaron lo que para ellos era el último bus hacia la felicidad. Y cantaban por Boca Juniors (cantábamos) como si así fuera.

Había tomado un bus en Tribunales y apenas llevaba 10 minutos de recorrido a Caminito, cuando me encontré cara a cara con Boca Juniors. Íbamos por Diagonal Norte, una de esas calles del centro de Buenos Aires igualita a todas las que aparecen en las postales cerca al Obelisco, cuando subieron como una marabunta alegre que arrasaba el mundo con su felicidad.

Buenos Aires se había despertado ese jueves con un aguacero. A las siete de una mañana gris, cientos ya hacían cola frente a las puertas de La Bombonera. Otros tantos habían dormido ahí esperando que se abrieran para el entrenamiento que se iniciaba a las 6 de la tarde. Mis eventuales compañeros de viaje coparon el bus pero protegían a los que nada tenían que ver hasta ese momento con la euforia: un señor de saco y corbata de unos 50 años, dos chicas en el asiento de atrás, un trío de peruanos en plan turista nos sentimos seguros en medio de esos gritos que recordaban quién se fue a la B y que Boca siempre será aquel gran amigo. La Boca es, claro, el lugar de los amigos.

Cuando uno llega a Buenos Aires y dice que quiere ir a La Boca para conocer La Bombonera, recibe mil advertencias. En la calle hay descuidistas, pungas, motochorros, arrebatadores. “Cuidáte”, te dicen, pero esta vez no fue necesario. El jueves en las calles de La Boca están los padres, los hijos, las madres, las niñas. Se siente el olor a choripanes mientras un mar azul y oro ha decidido tomar las calles de esta zona de Buenos Aires.

Se han ido lanzando a las puertas como lo hicieron los genoveses que llegaron a las costas del Río de La Plata hace más de cien años y acabaron fundando Boquita. Las superaron. Pasaron por encima de las vallas y, por eso, los directivos del club dicen que no hubo forma de constatar la cantidad de fanáticos que había dentro. Mi cálculo es aún más temerario. La Bombonera, según el club, tiene capacidad para 39 mil personas. El último jueves no estaba habilitada la zona de los palcos preferenciales, pero los hinchas habían ocupado no solo las tribunas: los pasillos, las escaleras, la parte posterior de las graderías. Todo lugar donde cupiera un alma estaba embotado. Los cálculos más conservadores hablan de 50 mil hinchas haciendo temblar un estadio. Los más osados hablan de 60 mil haciéndolo latir. Yo hablo de un calor impresionante que acabó por encima de los 40 grados donde uno caminara dentro del estadio dos horas antes de que el equipo saliera al campo.

Entrar a La Bombonera es fácil un día cualquiera: solo hay que pagar un tour que te lleva por el museo y acaba en la cancha. La visita VIP, que incluye hasta el vestuario, cuesta algo de US$12 y acaba con una foto en el campo sosteniendo una réplica de la Copa Libertadores. Pero esta vez la visita fue del pueblo: Boca abrió sus entrenamientos apenas a dos días de “La final del mundo”, aquel evento que enfrenta a los dos clubes más grandes de la historia del fútbol argentino. Y la convocatoria desbordó todos los cálculos en un país donde todo se exagera a niveles inimaginables.

Pero entrar a La Bombonera en un evento como este es casi imposible. Primero, porque los anillos de seguridad hacen cada vez más apretados los espacios y más lento el desplazamiento. Segundo, porque subir las escaleras del estadio es un ejercicio salvaje que hay que hacer una y otra vez si la tribuna a la que tuviste la suerte de ingresar está llena. Tercero, porque hay que tener mucho amor para aguantar horas asfixiantes para ver solo una práctica. La última vez que vi un acceso así de difícil fue para el Perú-Nueva Zelanda con el que volvimos al Mundial. Y esto solo era un entrenamiento.

Era solo un entrenamiento en el que un padre cargaba con su hijo de un año para que conociera por primera vez el campo. Era solo un entrenamiento en el que dos chicos que habían llegado desde Mar del Plata saltaban cantando todo. Era solo una práctica donde habían llegado dos hombres que se habían escapado del trabajo, o a donde una madre llevó a su hijo aunque a ella no le gusta el fútbol. Todos los estratos sociales y condiciones habían confluido. En la segunda bandeja, a la que se sube luego de un millón de escaleras, había un chico en silla de ruedas.

La fiesta en La Bombonera duró horas. Miles se quedaron fuera. Otros tantos seguían pululando de tribuna en tribuna, esperando llegar a una donde al menos pudieran ver al equipo de Guillermo Barros Schelotto, atónito por la cantidad de gente. La práctica no duró más de una hora, pero eso no importó. Al terminar, la misma banda feliz salió del estadio más emocionado del mundo, cantándole a Boca, el gran amigo, y con fe ciega en que van a sacar adelante el 2-2 de la ida. Porque para ellos la épica de dar la vuelta en cancha de River es una historia que contarán mil veces.

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