El Comercio visitó Haití y nuestros enviados especiales relataron todo lo que ocurrió en el país luego del terremoto. (Foto: Sebastián Castañeda / El Comercio)
El Comercio visitó Haití y nuestros enviados especiales relataron todo lo que ocurrió en el país luego del terremoto. (Foto: Sebastián Castañeda / El Comercio)
Jaime Cordero

(Publicada el 17/01/2010) Puerto Príncipe. Como si no fuera suficiente con la pobreza extrema, la guerra civil y una sucesión de gobiernos incapaces o francamente corruptos, ahora la misma muerte decidió cebarse con Haití. Porque eso, la muerte, y no un terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter, fue lo que golpeó el pasado martes este rincón olvidado del Caribe donde a nadie se le ocurre pasar sus vacaciones. La muerte le puso la mano encima del hombro a Haití y todo Puerto Príncipe, su triste capital, huele a cadáver en franca descomposición. Cinco días después del cataclismo, lo que queda de ciudad apesta y la gente saca sus cadáveres a la calle como si de sacar la basura se tratara. Y a falta de ambulancias o cualquier vehículo apropiado, los haitianos redondean la macabra comparación llevándose a sus muertos a donde sea en camiones compactadores de basura.

La ciudad misma ha fallecido. Es la consecuencia obvia de un desastre que, según los estimados más modestos, mató de un plumazo a 100 mil personas, el 1% de la población del país entero. En plena avenida Delmas, una de las principales, un cadáver se mosquea cubierto con una sábana y una mano afuera, como si pidiera un aventón a cualquier sitio donde poder desintegrarse con un mínimo de dignidad. A menos de cien metros, en la otra esquina, un niño muerto se esconde dentro de una caja de cartón. Es el mejor ataúd que le pudo conseguir su familia. Un poco más allá, en una calle más pequeña, una escuela se desplomó entera en pleno horario de clases. Son solo los primeros signos de muerte que ofrece la ciudad a los recién llegados. En realidad, es una de tantas escuelas. Nadie sabe cuántos muertos están escondidos debajo de esas estructuras aparentemente sólidas que en minuto y medio se convirtieron en sarcófagos de ladrillo y cemento. Nadie sabe, tampoco, cuándo se terminará de limpiar tantos escombros.

Mientras eso ocurra, y seguramente tomará años, Puerto Príncipe seguirá siendo una tumba gigante. Hay demasiados edificios colapsados y demasiados cadáveres ocultos por descubrir. Unas cuadras más arriba del primer cadáver que avistamos, en una transversal de la misma avenida Delmas, el que solía ser el supermercado más grande de Haití es otro mausoleo que transmite horror silencioso. Nadie puede verlas, pero se sabe que al menos 500 personas -todas la que trabajaban allí- están muertas. A ellas habría que sumarle un número de clientes que permanecerá indeterminado hasta que se levanten los escombros de la enorme estructura. "En los primeros días se ha podido sepultar a unas 50 mil personas, pero se calcula que la cantidad de muertos debajo de los escombros supera esa cifra", señala Joseph Jean Bouchereau, director de comunicaciones y prensa del despacho del primer ministro Jean-Max Bellerive. En realidad, basta con dar unas vueltas por la calle para convencerse de que la cifra de 100 mil muertos que se manejó inicialmente suena a poco.

El recorrido sigue y por la tarde encontramos los cadáveres de dos niños en medio de una transitada calle. Las familias sacan sus muertos a las calles para que el gobierno -o quien sea- los vea y se los lleve, nos explica Leonardo, nuestro guía por los restos de la ciudad. Él mismo perdió su casa, una pared le cayó en el costado izquierdo del torso y ahora duerme a la intemperie, en los amplios jardines de la oficina del primer ministro, en el residencial barrio de Petion-Ville. Igual, Leonardo puede sentirse afortunado, porque su hija de 3 años y su mujer están vivas. Pocos en Haití pueden decir a estas alturas que sus familias salieron invictas de la catástrofe. Los que no perdieron la vida perdieron a algún familiar, o se quedaron sin casa, casi un mal menor en medio de esta catástrofe que Naciones Unidas acaba de declarar la peor que ha tenido que afrontar en su historia.

La tragedia ha hecho que la nata de la miseria aflore. Unas dos mil personas ocupan los jardines de la oficina del primer ministro y varios miles más acampan en los Campos de Marte, los inmensos jardines ubicados al lado del colapsado palacio presidencial. Ambos -la residencia del presidente y el despacho del primer ministro- son edificios fastuosos, sacados de otro país y no del más atrasado del continente americano, donde antes del terremoto la pobreza alcanzaba al 80% de la población. Ahora tienen a los pobres de vecinos, por tiempo indeterminado. Los que pueden arman ollas comunes de arroz con frejoles o yuca, las comidas típicas de un país típicamente miserable. El resto clama por ayuda. Nadie tiene un lugar mejor donde ir. Uno pensaría que el terremoto ha terminado de igualar a este pobre país para abajo. Leonardo discrepa. "En Haití hay más millonarios que en Nueva York", dice, y señala las colinas que rodean Puerto Príncipe, donde hay casas con helipuertos y antenas de satélite. Incluso en este país, cuyo nombre se escribe con H de horror, hay gente a la que aparentemente no le falta nada. Así de cruel es el mundo.

Contenido sugerido

Contenido GEC