Renato Cisneros

Papi, mira, la cara de un oso», advirtió mi hija mientras caminábamos por la orilla de una playa de Santoña, en Santander, al norte de España. Se refería así a unos trazos en la arena dibujados caprichosamente por el viento que, para sus ojos de cinco años, componían facciones animales. Pensé que podía ser un síntoma de «pareidolia» —fenómeno psicológico por el cual ciertas personas ven rostros en cualquier superficie—, pero sobre todo pensé que los niños son capaces de observar cosas que los adultos pasamos por alto.

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Lo supo bien Marcelino Sanz de Sautuola, el científico cántabro que un día del verano de 1879, explorando la cueva de Altamira, mientras examinaba el suelo con su candil en busca de restos líticos, escuchó decir a María, su hija de siete años: «Papá, mira, una vaca». Marcelino levantó la vista hacia el techo de aquella caverna y quedó boquiabierto al ver el dibujo, no de una vaca, como indicaba María, sino de un bisonte; en realidad, no había solo uno, sino dieciséis, entre rojos y negros, además de caballos, ciervos, cabras, jabalíes, entre otros. Sanz de Sautuola preparó un folleto dando cuenta del descubrimiento. En esas páginas, afirmaba: «… Una gran parte de las figuras están colocadas de manera que las protuberancias convexas de la bóveda están aprovechadas… lo que demuestra que su autor no carecía de instinto artístico».

Muy pocos académicos europeos secundaron su tesis cuando la defendió al año siguiente en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología de Lisboa. La gran mayoría rechazó sus conclusiones, pues les parecía imposible hablar de «época paleolítica», menos aún de «arte prehistórico». Muchos de esos ‘eruditos’ no sabían cómo resolver la incómoda controversia entre ciencia y religión que planteaba el hallazgo de Altamira a esas alturas del siglo diecinueve. Mientras Marcelino sostenía que los humanos primitivos habían sido creados por Dios con la habilidad estética necesaria para confeccionar tales dibujos, los académicos defendían la concepción darwinista y se negaban a admitir que el ser humano rupestre pudiera haber evolucionado tanto como para realizar pinturas de semejante calidad conceptual y técnica. Algunos escépticos atribuyeron la autoría de las figuras animales a los soldados romanos refugiados en las cuevas durante las guerras cantábricas; y hubo quien se atrevió a decir que habían sido falsificadas por Paul Ratier, un pintor francés mudo al que Marcelino hospedó un tiempo en su casa. Según el arqueólogo español José Antonio Lasheras, los prehistoriadores franceses fueron los más reacios a dar por ciertos los aportes de Sanz de Sautuola: «su reacción osciló entre la prudencia y el desprecio».

Solo una década más tarde, con el descubrimiento de varias cuevas con restos artísticos en el sur de Francia, la comunidad científica internacional reconoció el valor de los dibujos hallados por Marcelino, certificando que se remitían al Paleolítico. El francés Joseph Déchelette llegó a decir que la bóveda de Altamira era «la Capilla Sixtina de la prehistoria». Las reivindicaciones, sin embargo, llegaron tarde, pues el explorador cántabro había muerto en 1888 en medio del más escandaloso ninguneo.

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La cueva se abrió al público en 1917 y en 1924 fue declarada monumento nacional. La cantidad de visitas diarias que recibía empezó a afectar el estado de conservación de las pinturas. Después de varias clausuras y reaperturas, en 2001 fue cerrada al gran público, creándose una ‘neocueva’ que recrea la arquitectura original de la caverna y reproduce fielmente los grabados hechos allí hace veintidós mil años. La cueva original continúa recibiendo visitantes de manera restringida: todos los viernes del año, cinco personas, previo sorteo, pueden acceder a su interior treinta minutos. Los interesados deben tener paciencia, pues los últimos beneficiados se habían inscrito en lista de espera en 1999.

Lo que más impacta al situarse bajo la oscuridad gutural de la ‘neocueva’ es pensar que esos dibujos de animales son el primer rastro/gesto artístico de la humanidad, e imaginar a esos hombres y mujeres, de pie o de rodillas, usando sus dedos, carbones o pinceles rudimentarios para dejar una huella indeleble de su paso por el mundo. ¿Qué quisieron decirnos? El misterio de su mensaje estará para siempre asociado al enigma de nuestro origen. «Mira, ese es un bisonte», le comenté a mi hija el día que conocimos Altamira. Su respuesta fue irrebatible: «Parece una vaca». //

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