Renato Cisneros

La madre se queja de que no ha recibido ninguna llamada de su hijo. Según ella, desde que el muchacho se mudó con la novia, ya no la telefonea como antes; ni por interés ni por consideración. Nadie me necesita en esta casa, grita la mujer. Sentado en una mesa, el esposo apenas la escucha: está planificando su próxima exposición en un seminario de cuatro días que no parece ser más que una excusa para no estar cerca de ella.

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Así empieza La Madre, obra de teatro escrita por el dramaturgo francés Florian Zeller, cuya temporada en Madrid concluye mañana bajo la estupenda dirección del peruano Juan Carlos Fisher. El espectador descubre muy pronto que la madre de la obra es una mujer enferma de soledad, que ha invertido muchos años y energía en relaciones familiares que se han deteriorado. A falta de un mundo propio, de actividades con las cuales distraerse, la madre pasa días y noches a la expectativa de que su hijo se manifieste (del marido hace mucho que no espera nada). Cuando el hijo finalmente reaparece, la madre recupera su entusiasmo, pero a continuación pone en evidencia su fragilidad emocional: se comporta de forma asfixiante con el chico, le habla mal de la novia, hace planes con él como si se tratara de su pareja, lo ahuyenta con sus preocupaciones excesivas.

La otra noche, desde mi butaca en el teatro Pavón, fue imposible ver al personaje de Zeller (interpretado por la fantástica Aitana Sánchez Gijón) y no pensar en lo que debió haber sentido mi madre a medida que sus tres hijos íbamos dejando la casa que ella y mi padre construyeron y diseñaron para que la familia conviviera.

Al morir mi padre, quedamos cuatro en la casa. Mi madre se abocó a sus hijos con determinación. Pronto –muy pronto– mi hermana se casó y el clan nuclear se redujo a tres. Muchos años más tarde me tocó independizarme y después mi hermano menor siguió esos pasos. Mi madre se quedó sola. Es cierto: en el camino nacieron dos nietos que de alguna forma atenuaron la ausencia física de los hijos, pero se trataba de otro elenco.

Si bien la mía es una madre apegada, umbilical, cariñosa, y nunca dejará de serlo, también es, como tantas mujeres en el Perú, una sobreviviente. Se adapta a las circunstancias. Vive la realidad que le toca. Refunfuña, pero se las arregla por sus propios medios, evitando pedir favores. Para colmo, es optimista. Durante muchas décadas, si alguien me lo preguntaba, yo habría dicho que mi madre era incapaz de lidiar con la soledad. Hoy me rectifico. Mi madre aprendió a tener una relación con ella misma, a pasar horas, días enteros en su casa sin más compañía que sus plantas, sus pensamientos, sus estampitas de San Judas Tadeo. Pero también está llena de actividades sociales con sus amigas de siempre, otras madres a quienes los años han enseñado a llevarse bien con el viejo silencio del nido vacío. Supongo que la sabiduría consiste en eso.

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Viendo la obra de Zeller pensé en mi madre, pero también en mi hermana mayor, cuyos hijos están a poco –muy poco– de emprender el vuelo para encontrar su lugar en el mundo. Pensé en mi amiga Carla, divorciada, cuyas hijas se marcharon a estudiar, a vivir, a otros países y ciudades, y que se refugió en el cine (en realidad, es cinéfila desde que la conocí en la universidad). «El cine es mi hogar», me dijo hace poco, y recuerdo haber pensado, no solo en lo bonito de la metáfora, sino en la valentía que requiere construir otro nido, uno más personal, una vez que la ley de la vida desmantela el primigenio.

En el escenario del teatro Pavón, la madre se trastorna, se percibe abandonada, culpa a los demás de su desgracia y, presa de sus tormentos y ataduras, acaba perdiendo la cordura.

Mañana, segundo domingo de mayo, es un buen día para abrazar y celebrar y reír con nuestra madre, pero también para hablar de lo que pasa, o de lo que va a pasar el día en que todos se hayan ido y ella empiece a quedarse, no sola, sino a solas consigo misma.

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