Editorial El Comercio

Mientras las tropas rusas se amasaban en la frontera ucraniana a inicios de febrero del 2022 y el Kremlin negaba descaradamente la posibilidad de una invasión, analistas militares en todo el mundo anticipaban una rápida victoria de Moscú, la toma de Kiev y la implantación de un régimen favorable a en las puertas de Europa.

Ayer, contra todo pronóstico, se cumplieron dos años de la guerra entre ambas naciones. Los avances iniciales de fueron rápidamente repelidos por las fuerzas de –apoyadas por armamento europeo y estadounidense–. Al poco tiempo, las tropas rusas abandonaron los esfuerzos por capturar Kiev y cimentaron sus posiciones ganadas en el este. Desde entonces, la dinámica ha sido la de una guerra de desgaste.

Luego de la fallida contraofensiva ucraniana durante el 2023, los últimos meses han sido más bien favorables para Moscú. La captura de la ciudad de Avdiivka apenas la semana pasada fue la victoria más significativa para las tropas de Putin desde la toma de Bajmut en mayo del 2023. El gigante euroasiático dispone de armamento y tropas de forma inmediata; al mismo tiempo, la determinación de los aliados occidentales sobre el apoyo a Ucrania ha ido disminuyendo.

En la medida en que, presidente ucraniano, no ha sido capaz de penetrar en las defensas rusas, la percepción de diversos ciudadanos y autoridades en Europa y EE.UU. es que el costo de seguir abasteciendo al ejército de Ucrania es demasiado alto. De acuerdo con encuestas del Pew Research Center, en mayo del 2022, el 12% de los estadounidenses pensaba que su país estaba brindando demasiada ayuda a Ucrania. Para diciembre del año pasado, la cifra había subido a 31%. Entre los simpatizantes del Partido Republicano, la proporción llegaba al 48% a finales del 2023.

Este último dato es importante en un año electoral como el presente. Si en noviembre Donald Trump es elegido nuevamente presidente de EE.UU., es muy posible que el apoyo estadounidense se vea severamente limitado. El Congreso de EE.UU. aún tiene pendiente la aprobación de un paquete de ayuda por US$60.000 millones, y la Unión Europea no tiene suficientes recursos para compensar un eventual retiro de EE.UU. En Europa crece también el pesimismo respecto de las posibilidades de un desenlace favorable para Ucrania.

El combate firme a los ánimos imperialistas de Rusia tiene, sin duda, un alto costo, pero la alternativa puede resultar muchísimo más onerosa. Las implicancias de esta confrontación escapan por lejos los confines del territorio ucraniano y las esperanzas de que Putin pierda piso político con una guerra de atrición se van desvaneciendo (el reciente asesinato de su principal opositor, Alexéi Navalni, es una muestra). Si Putin recibe el mensaje de que es rentable romper el orden internacional siempre que se prolongue una guerra de invasión lo suficiente, ninguno de sus vecinos estará a salvo. China, Irán y otras naciones con ánimo expansivo tomarán nota. En ese sentido es importante la solidaridad desplegada por la comunidad internacional, como lo demuestra el comunicado publicado ayer por varios embajadores en este Diario. Pero el compromiso no puede quedar solo en palabras.


Los contribuyentes de los países aliados en la OTAN tienen razón en preocuparse por el destino de sus tributos en el exterior. Ucrania tiene el deber de usar toda la ayuda internacional de la forma más transparente y efectiva posible con el objetivo de alcanzar la mejor posición negociadora –dentro de un enfoque realista– en el plazo más corto. Pero esto no sucederá si sus soldados no disponen de más municiones para contener el avance ruso. Cortar la ayuda al final del camino –luego de cientos de miles de fallecidos en el frente y en las ciudades ucranianas– podría ser peor que nunca haber empezado. Y, dos años después, es exactamente lo que Putin espera.

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