La , y peor aún la pobreza extrema, son graves ofensas a la dignidad humana. Más aún cuando vienen acompañadas de grandes desigualdades y de múltiples tipos. Todo Estado serio tiene que plantearse como el principal objetivo nacional el reducirlas significativamente, año tras año.

Por ello, uno de los logros más importantes en el siglo XXI ha sido la significativa reducción de la pobreza monetaria. Es extraordinario lo que se obtuvo entre el 2004, cuando llegaba al 58,7%, y el 2019, cuando bajó al 20,2%. En la región más pobre, Huancavelica, en el 2004 era del 92,3% y pasó en el 2019 al 37,4%.

Comparando con Colombia, país vecino con muchas similitudes sociales, se ve aún más claro lo conseguido. En el 2004, nos llevaban una buena ventaja con 11 puntos menos de pobreza. En el 2019, en cambio, nuestra pobreza era 15 puntos menor a la de ellos.

El COVID-19 nos afectó a todos y en nuestro país elevó la pobreza al 30,1%, haciéndonos retroceder 10 años. Sin embargo, se redujo bastante en el 2021 (25,9%). Pero en el 2022, un año de desgobierno de Pedro Castillo y de la inflación por factores externos, subió de nuevo al 27,5%.

Waldo Mendoza, destacado economista y exministro de Economía y Finanzas, sostuvo hace un tiempo en un artículo en “Gestión” que “el crecimiento económico es el determinante excluyente de la pobreza. Es una de las pocas relaciones en economía que se parecen a la ley de la gravedad”. Además, en una reciente entrevista en El Comercio, indicó que “el crecimiento económico nutre al Estado de recursos y con esos recursos puede tener Pensión 65, Cuna Más, Juntos”. Clave esto último para la reducción de la pobreza extrema.

Hago el ejercicio y compruebo la correlación mencionada. Entre el 2004 y el 2008, el PBI creció en promedio 7,28%, y la pobreza bajó 21,4 puntos porcentuales. Entre el 2010 y el 2013, el crecimiento siguió alto, en un promedio de 6,65%, y la pobreza se redujo 6,9 puntos adicionales. Pero entre el 2014 y el 2019, el promedio de crecimiento bajó notoriamente (3%) y en seis años la pobreza se redujo solo 2,5 puntos.

Por eso, que el PBI haya decrecido en 0,43% en el primer trimestre de este año y que las expectativas de crecimiento para el 2023 vayan por el 2% es un mal indicio de lo que sucederá con la pobreza, más todavía si se le agregan los problemas climáticos.

La otra correlación que se puede hacer es entre el deterioro de la calidad de la vida y el crecimiento de la economía. Mientras la política pasaba solo de regular a mala (baja calidad de los representantes y gobiernos timoratos en profundizar reformas para crecer más y mejor), los fuertes fundamentos de la economía hicieron que el crecimiento no se resintiera.

Pero cuando la crisis se profundizó por la corrupción masiva descubierta en lo más alto del poder, el destructivo enfrentamiento entre Congreso y Ejecutivo, la precariedad e inestabilidad de los gobiernos y, luego, el errático, corrupto y mediocre gobierno de Castillo, sumado a las presiones violentas de la izquierda radical por una nueva Constitución, las dudas sobre la viabilidad del Perú crecieron entre los inversionistas. Ello impacta de una manera fuerte en el crecimiento del PBI, dado que alrededor del 80% del total de lo que se invierte es de privados. Así, si en el 2022 la inversión privada se contrajo 0,5%, la proyección para el 2023 no es mejor.

Lo terrible es que podría ser muy diferente. Pongo el ejemplo de la minería. El Comercio publicó el lunes un informe dando cuenta de que hay una cartera de inversión minera de US$53.715 millones (gruesamente, siete veces más del total de la inversión pública en el 2022), pero de las que solo el 3,8% tiene fecha de inicio de construcción.

La cadena ‘crecimiento de la inversión privada, del PBI y disminución de la pobreza’ se ha roto en el eslabón de la política.

Esa brecha se podría soldar si tuviéramos gobernantes honestos, capaces de pensar en el mediano y largo plazo, con acuerdos de gobernabilidad basados en alianzas transparentes entre distintos sectores; políticas económicas sensatas que se mantengan en el tiempo; esfuerzos significativos para igualar las oportunidades vía educación, salud, seguridad y transporte; así como reformas que apunten a una mejor calidad de la política, alejando a los pillos que hoy la pueblan.

Por muchas razones, del gobierno de Dina Boluarte no se puede esperar mucho de lo anterior, pero ayudaría que al menos lograse controlar la caída libre en la que estamos.

Hay tiempo para que nuevos proyectos políticos emerjan. Ojalá que sean menos caudillistas y más con verdadera vocación de servicio, una de cuyas características más importantes es no sentirse predestinados, sino capaces de integrar coaliciones estables y fuertes, con verdadera capacidad de gobernar.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad