Estoy convencido de que el respeto a los derechos humanos de todos es indispensable en una sociedad democrática que aspira a ser justa. A la vez, me decepciona cada vez más su utilización política y la intencional miopía de los radicalismos.

Creo que nadie puede negar seriamente que, en las extremadamente violentas políticas, se produjeron muchas muertes evitables por el uso excesivo de la fuerza, actuando por fuera de las normas y protocolos que regulan su uso.

Pero tampoco se puede olvidar que los protagonistas de esas protestas rechazaron toda posibilidad de diálogo, que un policía murió a pedradas y su cadáver fue quemado, y que, como consecuencia directa de la intransigencia de los manifestantes para aceptar mínimas medidas humanitarias, causaron la muerte de otras 27 personas.

Que el informe de la iba a ser repudiado por la derecha dura y utilizado por la izquierda radical no es sino una repetición de un rito que lleva décadas.

En un extremo, se dice que la CIDH nunca se pronuncia contra los gobiernos autoritarios de izquierda. Sin hurgar mucho, encuentro sobre Nicaragua (2022): “Un Estado policial […], supresión de todas las libertades […], represión ejercida desde las instituciones de seguridad estatales y paraestatales”. Sobre Venezuela (2021): “Graves violaciones de derechos humanos, como las ejecuciones extrajudiciales […], las desapariciones forzadas y las torturas”.

En el otro lado, se obvia que el informe deja en ridículo a los presidentes de México y Colombia, que siguen sosteniendo que Pedro Castillo fue víctima de un golpe de Estado: “La decisión del expresidente Castillo no se ajustaba a ninguna causal constitucional que habilitara la disolución del Congreso; tampoco estaba facultado constitucionalmente para ordenar la reorganización del Poder Judicial de manera unilateral. Por tal motivo, [la CIDH] condena la decisión y la califica como un rompimiento del orden constitucional”.

Pero en la parte del “contexto”, el informe de la CIDH peca de sesgos ideológicos. El más grave: asociar la causa de las protestas a un modelo económico “extractivista”.

La nota a pie de página que lo ilustra dice: “Solo durante el primer semestre del 2022, la exportación relacionada con la minería arrojó un total de US$18.462 millones, un 5,8% más que entre enero y junio del 2021. Le siguen los envíos de petróleo y derivados (US$3.650 millones; +182,6%), las exportaciones pesqueras (US$1.187 millones; -10,5%) y las agrícolas (US$454 millones; +256,6%)”.

O sea, para la CIDH, debiéramos dejar de extraer nuestros recursos naturales (el cobre, indispensable para las tecnologías no contaminantes), de aprovechar nuestro clima favorable para la pesca (regulada por el Imarpe) y abandonar el esfuerzo de convertir desiertos en cientos de miles de hectáreas para la agroexportación.

Mas allá del informe, se ha generado un complicado problema político interno, debido a que Dina Boluarte y Alberto Otárola han rehuido cualquier responsabilidad por lo ocurrido, inclusive la meramente política.

¿Pudo una adecuada dirección gubernamental del manejo del orden público evitar tanta mortandad?

Creo que sí. En el caso más grave, el del aeropuerto de Juliaca, no era imperativo que esa tarde y a cualquier precio se impidiera su toma. Después de todo, ya estaba semidestruido por las turbas, a tal punto que, habiéndolo “salvado”, solo fue reabierto 108 días después.

Dada la masividad de quienes forzaban el acceso y la vocación destructiva que revelaban, y estando los policías superados ampliamente en número, era altamente posible que terminaran causando muertes, incluso entre quienes nada tenían que ver con los hechos.

Con la autoridad de ser la jefa suprema de las FF.AA. y la PNP, junto con el primer ministro y el ministro del Interior, podrían haber decidido un repliegue temporal. Para luego, ya con una adecuada superioridad numérica, con buena inteligencia y poniendo el factor sorpresa a su favor, desarrollar una operación de rescate de ese activo crítico que incluyera la detención de quienes habían cometido ese grave delito.

De hecho, así fue como se actuó después en Barrio Chino, en el desbloqueo final de la mucho más estratégica Panamericana Sur.

Mantener el orden público es obligación de todo gobierno. Lo es, también, hacerlo en el marco de las leyes de la república. Gobernar es muy difícil; por eso, no es una imposición, sino que se postula o se acepta ser designado. Ejercer el poder viene con muchas atribuciones y oropeles, pero también con rendición de cuentas y asunción de responsabilidades.

No lo han hecho. Otárola declaró ante la fiscalía: “No brindé ninguna instrucción, porque no corresponde a las funciones del ministro de Defensa”. En la misma línea, en entrevista con El Comercio, Dina Boluarte sostuvo: “Los ministros ni la presidenta tenemos comando para decidir sobre los protocolos que las Fuerzas Armadas o la Policía Nacional tienen. Ellos tienen su propia ley, pero también sus propios protocolos. ¿A quién obedecen? A sus comandos. Nosotros no tenemos comando”.

Al día siguiente –para hacer control de daños– dijo que las FF.AA. y la PNP tienen su pleno respaldo “por su trabajo heroico y abnegado en favor de la integridad territorial, el orden interno y el desarrollo del país”.

Si hay un hilo conductor en todas sus afirmaciones sería que, en temas de orden público, no hay un gobierno a cargo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad